Escribo poco sobre los pueblos. Por falta de conocimiento o por olvido. No lo tengo muy claro, la verdad. Por eso el otro día, de camino a Las Hurdes a un concierto, fui cruzando localidades vacías a media tarde mientras el personal se refrescaba en piscinas y gargantas. O, qué sé yo, si metidos en cama disfrutando de una siesta de campeonato veraniego.

He de confesarles que tengo algunos ejemplos cercanos de artistas que se vinieron a vivir a la sierra y están siendo felices. A lo mejor es consecuencia de la edad, que nos abrasa en las ciudades y el asfalto y pide descanso al cuerpo en medio de la calma rural. Como la de esos chicos del bar del pueblo al que fui, a quienes vi relajados aunque estuvieran trabajando un sábado. Desde la terraza donde tomábamos unos vinos de la pitarra se veía el monte cubierto de árboles en una imagen que nos pareció idílica.

Qué mal acostumbrados estamos a lo bueno. Sobre todo, a la vista de nuestros ojos, que sufren con tanta contaminación de ordenadores, móviles, pantallas y demás. Decía mi amigo <b>Tontxu</b>, cantautor residente en la sierra de Gata, que había aprendido a amar esta zona desde que decidió instalarse allí con su mujer e hija. Y no era postureo, sobre todo viniendo de alguien acostumbrado a pasearse por el barrio madrileño de Chueca como el que más, entre el bullicio y la prisa.

Ni qué decir tiene que mi colega se ha inspirado en esos paisajes para hacer nuevas composiciones que luego han sonado en los escenarios. Ejemplos como el suyo tengo algunos más y siempre detecto lo mismo: la necesidad de escapar del vicio de la ciudad y del exceso de exposición al que todos estamos abocados si nos gusta demasiado la calle. Quién sabe si algún día tendremos que encontrarnos en el campo.

* Periodista