Siempre me han sorprendido las estatuas de sal que provoca el verano. Qué reflexión tan extraña. Haría una lista larga de los cuerpos que permanecen inertes, dé igual si es verano o invierno, primavera u otoño. Personas a quienes da igual que una época pase, otra llegue y se repita la misma imagen de la temporada anterior porque ellos no cambian su rutina.

Hablo de la señora que pone su humilde puesto de venta en mi calle cada mañana. Creo que volveré a verla este invierno cuando marche camino de colegio mientras me caen agua, preocupaciones y cansancios. Así es la luz de este tiempo, que nos descubre las imperfecciones de la piel, nos limpia del estrés y nos devuelve a esa irrealidad inventada como un lujo que son las vacaciones.

A mí también me pasa que siento algunas mañanas de agosto el anhelo de que siempre fuera verano en mi barrio, que las terrazas se llenaran de gente hasta en las noches de enero y siempre atardeciera más tarde de las nueve.

Vivimos en la ilusión de que este color de las piedras se mantendrá brillante hasta que suenen las campanadas, con los colegios cerrados en la ceremonia previa al día de septiembre que vendrá a llenar de ruido y bocadillos los patios. Y muy pronto será 15 de agosto. Habremos llegado al umbral de la piscina donde vimos el agua clara y la sonrisa de siempre.

Hace unos días un amigo voló con su moto a Portugal, a buscar una playa donde lavarse con la arena del Atlántico. Le dije al despedirme que viviera los días de descanso como la gran fiesta de su alma. Iba solo, pero solo necesitaba tiempo. El que le habían regalado las estatuas de sal que dejó su cuerpo en los inviernos. Esas que seguirán alli cuando regrese al lugar de donde vino, al sofá donde soñar que otro verano es posible, aunque solo le quede este.

*Periodista.