TEtn aquellos, lejanos ya, veranos de la infancia, cuando llegaba la noche y el calor dejaba paso a un viento tibio, sacábamos hamacas, mecedoras, sillas y taburetes a la puerta de las casas, ocupando familiarmente las irregularidades de piedra y tierra de la calle. Por cada casa, un grupo íbamos formando un rosario de hermandad intergeneracional que llenaba de gritos infantiles las esquinas, de risas juveniles los rincones, de sentencias y coloquial filosofía la madurez estática que ocupaba el variopinto mobiliario.

Las cuentas del collar se fueron desgranando en los años terribles de nuestra emigración, que se llevó en poco más de una década --la de los años sesenta -- a la mitad de los unidos habitantes de la calle.

Después asfaltarían las calzadas y al hilo de la acera se fueron colocando los coches, cuando no era que pasaban veloces e insensibles con sus ruidos, sus prisas, añadidos al peligro de las motocicletas.

Hoy, deshumanizadas en gran parte las noches del verano, tan mecanizadas, siguen ahí los resistentes, sombras de luto precavidas, arrimadas a sus puertas, mínimo espacio que les quedó de su pasado.

*Historiador y concejal socialistaen el Ayuntamiento de Badajoz