TStí, se acabaron los madrugones para los padres que llevamos a nuestros hijos al colegio cada mañana, da igual que llueva, truene o haga frío. El contador de los días reduce sus revoluciones con la llegada del verano y la vida se hace más amable cuanto más cerca sentimos esas merecidas vacaciones. Han aterrizado la canícula, las ganas de agua, las tardes largas, los soles lejanos, los relojes lentos y el fin del curso.

Subiendo las escaleras del colegio la otra mañana imaginé los pasillos desiertos sin el griterío que sigue al timbre, sin las carreras que anteceden a los recreos y, por un momento, olvidé que el estío ya estaba aquí para vaciar aulas y llenar piscinas. Y, por un momento, los ríos de esos niños que crecen cada curso se hicieron silencio en los corredores que ya han quedado huérfanos de ilusiones y pies que vuelan.

Nuestra vida se va alimentando de llenar y vaciar espacios: de los despachos y las oficinas que pronto notarán las ausencias de quienes se marchan lejos, de los teclados que ya no sentirán el empuje de los dedos y de las sillas que no soportarán el peso de preocupaciones e inquietudes. A esos a quienes esperan las piscinas que estaban sucias, a aquellos que buscarán en la arena las huellas de otros veranos y sentirán que ya no son los mismos pero conservan el alma de siempre, la nostalgia de los atardeceres y la quietud de las sobremesas.

Me pregunto qué será de los abrigos, de los zapatos escondidos en los armarios y de esa necesidad permanente de escapar hacia algún lugar donde los ritmos sean otros y las noches de otro color. Así escribimos nuestras historias, saltando de estación en estación, mudando de piel para ser diferentes pero iguales. Para escapar de las rutinas. Para intentar ser solo felices.