Debería haberme dedicado a la medicina o al derecho, como quería mi padre. Un cuerpo es siempre un cuerpo, el corazón está al mismo lado, hay dos ojos, dos pies, dos pulmones, un hígado... órganos que cumplen su función sin asumir otra, así porque sí, de repente.

También sería una maravilla habitar el código civil, tan ordenado, o esos libros que parecen huecos y que adornan las salas de todos los notarios del mundo. Pero no, tuve que enredarme en estas cosas de la gramática, mucho más enrevesadas que cualquier manual de anatomía.

Luego dirán que las letras solo es cuestión de memoria, de estudiantes menos dotados para la lógica y el entusiasmo científico. Ya quisiéramos algunos. Pongamos, por ejemplo, los verbos, esos núcleos mimados que aglutinan a todos los demás elementos. Decimos que expresan acción, y nos quedamos tan tranquilos, satisfechos de haber atrapado su significado como quien caza una mariposa y la guarda en la cajita de un fichero.

Solo entonces nos acordamos de repente de estar, y de permanecer que no presentan acción alguna, y el fichero se nos desmorona.

Decimos también que expresan tres tiempos, pasado, presente, futuro, como si tuvieran la varita mágica de la ubicuidad, pero es mentira. El pasado miente ya en su propio nombre, no pasa nunca. Se queda fijado en la memoria, como los posos del café, como los restos del azucarillo pegados a la taza a los que no dejas de dar vueltas una y otra vez.

No hay que vivir en el pasado, decimos. Lo pasado pasado está, miremos el presente, y eso que el presente se desvanece mientras hablamos y tampoco existe.

Menos mal que nos aguarda el futuro, no sabemos si perfecto o imperfecto, que cambia de nombre en cuanto llega. Te llaman porvenir porque no vienes nunca, decía Ángel González, tan certero. Así cómo vamos a vivir en las conjugaciones si ni siquiera hemos podido hacer una taxonomía de tres casillas. Y eso que aún no hemos hablado del subjuntivo, los si fuera, los acaso, los si pudiera o hubiera podido, los venga ya, los hubieres, los futuros que viven en los legajos, quizá en convivencia extraña con los códigos civiles en las esquinas vacías de los juzgados, donde siempre es de noche.

La gramática se estira, te envuelve, se ríe de ti en cuanto intentas atraparla. Late como un corazón, pero nunca está en el mismo sitio, y su desgaste es mucho más peligroso. Quien olvida la persona adecuada o usa mal un condicional o no sabe conjugar un verbo corre el riesgo de no ser comprendido o peor aún, de ser malinterpretado y perder la ocasión o el amor de su vida para lo que no existe ni ha existido ni existió ni existirá consuelo alguno en ninguno de los tiempos que hemos inventado para tratar de clasificar lo inclasificable.