Es verdad que convivir en sociedad y equilibrar intereses --la política trata, en el fondo, de esto-- no es nada sencillo; no es fácil, por tanto, ejercer el poder y ejercerlo bien, del mismo modo que no es fácil ser un ciudadano consciente y comprometido con una participación social ineludible. Sin embargo, la degradación del sistema ha llegado a tal punto que existen algunos preceptos básicos, comúnmente aceptados, sin los cuales no se podrá construir la nueva política necesaria, y que desgraciadamente todavía no se tienen interiorizados. Son tan sencillos como conjugar algunos verbos.

El primero debería ser aprender. Algunos lectores me dicen que hago pasar por nuevo lo que ya está inventado, pero me gustaría puntualizar que la nueva política no es solo nueva por sus necesarias innovaciones técnicas o discursivas sino, sobre todo, porque se aplica en una sociedad radicalmente diferente a la de hace solo treinta años; en esa época el Muro de Berlín estaba en pie, Internet era solo un sueño y las Torres Gemelas el símbolo de la supremacía de EEUU. Ya nada es así. Pero hay políticos, la mayoría, que no han aprendido nada desde entonces. El nuevo político es un político humilde que sabe de su ignorancia sobre muchas cosas y que por tanto está dispuesto y predispuesto a aprender de manera permanente.

El segundo verbo debería ser delegar. Delegar incluye, a su vez, otros dos muy importantes: escuchar y confiar. El ejercicio del poder, en una sociedad más compleja que nunca, no puede llevarse a cabo desde una atalaya. Si siempre ha sido complicado ser experto en más de una materia, ahora es prácticamente imposible. Hay que buscar y distinguir el conocimiento y el talento allá donde estén, y "empoderar" a quienes los tengan. Delegar, por tanto, comporta una distribución del poder, una asunción de corresponsabilidad intrínseca a la democracia, un reconocimiento de que la política es solo un modo de optimizar la gestión de un país y de que el poder originario reside en un pueblo que sabe perfectamente cómo hacer las cosas.

EL TERCERO sería cumplir. Si hay algo letal para la legitimidad democrática, son ejemplos como los de nuestros presidentes de Gobierno, que incumplen lo que prometieron. Un programa electoral no puede ser una promesa que se la lleve el viento, no puede serlo bajo ningún concepto: es un contrato social que hay que cumplir. El Gobierno está mandado para cumplirlo, y si no debe dejar paso a otro Gobierno. Por eso Rodríguez Zapatero , con sus decisiones de mayo de 2010 y su reforma exprés de la Constitución para priorizar el pago de la deuda pública, incumplió su pacto con la voluntad popular; por eso Mariano Rajoy , que está llevando a cabo unas políticas contrapuestas (en materia de impuestos, por ejemplo) a las que dijo que haría, ha incumplido hace ya meses su contrato social. Y eso es algo que una ciudadanía con una cultura política diferente a la de hace treinta años ya no está dispuesta a transigir. No lo perdonamos, y en algunos casos no lo olvidamos. Si no se cumple, no se gobierna.

El cuarto es dimitir. Es asombroso investigar sobre las dimisiones realmente relevantes que se han producido en nuestro país en casi cuarenta años de democracia y comprobar que se pueden contar con los dedos de una mano. El político o asume responsabilidades o no puede ocupar ningún lugar de desempeño público: y asumir responsabilidades es dimitir cuando las circunstancias así lo requieren. Son insoportables casos como el del actual Ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert ... ¿qué más tiene que ocurrir para que se vaya? Dimitir es un acto de una enorme dignidad que supone también saber escuchar, asumir errores, tener humildad, dejar paso a otros y, en fin, hacer gala de una determinada ética política. En España no debe haber mucha porque, como gran parte de la ciudadanía piensa, y es verdad, "aquí no dimite ni Dios".

Todo esto requiere de poca cosa, excepto la voluntad de hacerlo. Aprender, delegar, cumplir y, llegado el caso, dimitir, son cosas sencillas. Solo hay que querer llevarlas a cabo. Así que del mismo modo que hay que reconocer la complejidad de la política cuando hablamos de algunos temas, hay que exigir también que se llame a las cosas por su nombre, y que no nos hagan pasar por difícil lo que es bien sencillo. ¿Cómo transformar las reglas de juego para que esto sea una realidad y no solo una declaración de principios? Cambiando la ley, seguramente la propia Constitución: convirtiendo los programas electorales en contratos sociales jurídicamente vinculantes, obligando a los partidos políticos a tener en cuenta las capacidades de quienes eligen para optar a cargos públicos, abriendo la puerta a expedientes revocatorios e introduciendo la política en los ciclos de enseñanza para crear ciudadanía y ética desde la base social.