El laberinto procesal que ha abierto la puerta a la liberación de una veintena de represores de la dictadura argentina, entre ellos el exoficial de la Marina Alfredo Astiz, ha puesto de nuevo en pie la sospecha de que estamentos muy significados de la judicatura encubren o protegen a los torturadores de la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma) y a otros matarifes con uniforme. Porque al escudarse la Cámara Nacional de Casación Penal en el ordenamiento pensado para delincuentes comunes, sabe que pone en la calle a sospechosos muy cualificados de crímenes de lesa humanidad. Algo que en un país traumatizado por su historia más reciente tiene más peso moral y jurídico que los equilibrios de leguleyo a los que se acogen los magistrados. Los verdugos de la Esma y de otros centros de secuestro, tortura y muerte que ensombrecieron la geografía argentina entre 1976 y 1983 requieren un trato procesal especial. No debiera ser posible, como sucede ahora, que so pretexto de que ha vencido el periodo máximo de prisión preventiva, y a cambio de garantías de enorme debilidad, Astiz y sus secuaces regresen a sus casas a la espera de que el Parlamento apruebe las reformas que permitan juzgarles.