El 13 de julio de 2016, el alcalde de Malpartida de Cáceres, Alfredo Aguilera Alcántara (PP), en el transcurso de una discusión con su pareja, la zarandeó, la agarró por los brazos y la empujó mientras le decía «hija de puta, estás loca». En agosto volvió a llamarla «hija de puta», en diciembre «zorra e hija de puta», durante el verano de 2017 le dijo «sinvergüenza, miserable», y «eres lo peor, eres una sinvergüenza y lo vas a ser toda la vida, patética». La pareja de Alfredo Aguilera presentó denuncia ante la Policía Nacional el 25 de septiembre de 2017, después de que volviera a llamarla «hija de puta» en el domicilio conyugal.

El 6 de junio de 2019 tuvo lugar el juicio y el 17 de julio el Juzgado de lo Penal número 2 de Cáceres publicó la sentencia 00159/2019 en la que se dan por probados los hechos del párrafo anterior, definidos como constitutivos de un delito de violencia de género y maltrato, y de un delito leve continuado de vejaciones injustas. Por eso se le condenó, entre otras cosas, a nueve meses y un día de cárcel, lo que lleva aparejada la «inhabilitación especial del derecho de sufragio pasivo» durante ese mismo periodo, es decir: Aguilera no podría ser candidato a nada durante nueve meses y un día, pero siendo alcalde puede seguir en su puesto. ¿Alguien entiende esto?

La narración de la víctima en la denuncia es estremecedora. La mayoría de las mujeres maltratadas no pueden demostrar todas las barbaridades que aseguran sufrir a manos de sus verdugos. Cualquier ciudadano puede leer el relato del horror de la víctima de Aguilera en la sentencia 00159/2019, que es pública. Da igual si son gritos sin test de alcoholemia o golpes de los que sí quedan marcas o niños supuestamente aterrorizados o amenazas de muerte que hielan el corazón pero se pierden en el aire. Lo escalofriante es lo bien que encajan siempre los hechos probados con los que no se pueden probar. Es el relato común de las mujeres maltratadas y lo sería de las asesinadas si pudieran contarlo.

Pero el caso del maltratador Alfredo Aguilera Alcántara va más allá. Porque cuando el PP decidió que fuera candidato a la alcaldía ya había sido denunciado y esperaba juicio. Porque el PP decidió que fuera portavoz de su grupo en Diputación con el juicio ya celebrado. Porque hoy, ya condenado, sigue cobrando 1.950€/mes netos que pagamos todos, incluida su víctima. Y porque más de un centenar de personas de Malpartida se concentraron el pasado 23 de julio en favor del maltratador, es decir, del maltrato.

El PSOE de Extremadura, en una decisión de impecable ética política, ha ofrecido sus concejales para forzar la salida de Aguilera y que, como partido más votado, el PP pueda sustituirle por otra persona. El PP de Extremadura no puede permanecer un minuto más con la cabeza bajo el ala. Al alcalde podría pedírsele que la valentía de la que careció para afrontar su ruptura matrimonial la tenga ahora para abandonar la vida política, pero sería inútil.

En cuanto a la ciudadanía malpartideña que apoya a un delincuente, un maltratador, es difícil dirigirse a ella. Si le defienden por temor, es una pena, son esclavos de su propio miedo. Si le deben favores, tendrán un mal final porque en las redes clientelares los beneficiados lo acaban pagando también. Si creen que «los trapos sucios se lavan en casa» no tienen memoria: Franco murió en 1975. Si, incomprensiblemente, siguen estimando personalmente a Aguilera, pueden hacerlo en privado sin avergonzar a su pueblo. Si aceptan el maltrato y desprecian a la víctima, son maltratadores cómplices. Si no es por nada de lo anterior, deben leer más.

Ninguna sentencia por violencia de género debería ser «una más», pero esta menos que ninguna. Aguilera debe desaparecer de la vida pública. El PP no puede seguir siendo cómplice. Los responsables políticos han de pensar en cambios legales que hagan automáticos estos ceses. Contémplese, si es necesario, la intervención del Ayuntamiento de Malpartida forzando la aplicación del artículo 61 de la Ley Reguladora de Bases del Régimen Local.

No queremos pueblos dirigidos por maltratadores ni pueblos donde los vecinos puedan hacerse públicamente cómplices de delitos sin que pase nada. La nostalgia de regímenes pasados no puede llegar a tanto. Hay que cortar por lo sano estos comportamientos antidemocráticos.