Profesora

La avería del Prestige y sus efectos colaterales, que unos achacan a la inexorabilidad y otros a la imprevisión, muestran hoy para todos su dramática enseñanza.

Plumas más avezadas que la mía han dedicado sus textos a la catástrofe por lo que no repetiré reflexiones ya hechas con las que coincido. Sin embargo no me resigno a no resaltar cómo en momentos graves, incluso los sectores más aparentemente indiferentes al Estado demandan su protagonismo. La mayoría de los gallegos, con fama de trabajadores y autónomos, han confiado durante tiempo en una determinada opción política, partidaria fiel del déficit cero y de unos adelgazados servicios públicos. Una confianza explicable (según los analistas) por esas características propias que incluyen creer que la mar siempre está ahí y con ella su riqueza, sean quienes sean los gobernantes de tierra firme.

Para nuestra desgracia, las circunstancias y los errores de cálculo han demostrado, en este caso con particular virulencia, cómo la lentitud en aplicar los (además débiles) resortes estatales puede agravar considerablemente cualquier hecho malo en sí mismo.

Es duro de entender --salvo que el desapego, el pánico o la carencia de medios manejasen la psicología de quienes debieron tomar las primeras decisiones-- la falta de una resolución contrastada sobre un asunto que, todos dicen hoy, era tremendamente previsible desde el momento en que el barco se acercó a nuestras costas.

Y hubo desinformación. El Gobierno, opaco hasta lo extenuante, se ha encargado de poner todo tipo de trabas para que dentro y fuera de Galicia se desconociera la realidad de lo que estaba pasando. Los benévolos dirán que lo hizo para no crear alarma social, aunque los malpensados hablan de censura y autoritarismo en el manejo de la información de una crisis que cogió a los gobiernos (central y autonómico) con el pie cambiado. Sólo después de que algunos medios relatasen en directo, con fotos incluidas, los sucesos de la tremenda catástrofe y la angustia y rabia de miles de gallegos, los responsables parecen haber caído en la cuenta de que la transparencia informativa es vital en casos como éstos para no añadir incertidumbre y desconfianza en situaciones ya de por sí muy graves.

Es de agradecer que la mayoría de los medios hayan estado a la altura de las circunstancias. En esta sociedad de nuestros pecados muchos tenemos a veces la sensación de que algunas normas éticas se encuentran aletargadas, hecho normalizado por quienes, dada la escasez del empleo, intentan no implicarse moralmente para no tener que escoger entre la profesionalidad y el paro. Algunos combates perdidos en otros tiempos por la dignidad han justificado ciertas creencias, moneda corriente de hoy, sobre lo políticamente correcto que han de ser denunciadas por falaces. La coherencia, la sinceridad o el buen juicio debieran volver otra vez a los altos lugares que le corresponden en cualquier imagen pública que se precie.