La contemplación de una pirámide con dos vértices sólo puede deberse a un defecto de la vista conocido como diplopia (visión doble) o a la creación de un pintor surrealista. Los que trazaron la estructura del poder judicial en nuestra Constitución le dedicaron un título específico. Sin embargo nuestra estructura constitucional, como algunas otras, no ha podido sustraerse a la introducción de factores perturbadores en el funcionamiento de los órganos jurisdiccionales.

Cuando se optó por la existencia de un Tribunal Supremo, órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales, se estaba repitiendo un esquema que tenía su precedente en la Constitución de la Segunda República. Los constituyentes pensaron, en mi opinión con acierto, que un Supremo con un sustento personal impregnado de ideología franquista y ultrarreaccionaria podría resultar una carga de profundidad en el sistema democrático, sobre todo ante la posibilidad de los tribunales de bloquear la acción del Gobierno en el área contencioso administrativa.

Por eso se optó por crear un Tribunal Constitucional, como órgano con una jurisdicción especifica para declarar la inconstitucionalidad de las leyes, para resolver la consultas de los jueces sobre la constitucionalidad de las normas que deben aplicar en un caso concreto y, sobre todo, con una tarea trascendental, como la de resolver los conflictos de competencias entre el Estado y las comunidades y de éstas entre sí.

Si las competencias se mantuviesen en estos términos perfecta y nítidamente deslindados no estaríamos hoy día ocupándonos de los conflictos que han saltado a las páginas de los medios de comunicación. Pero el legislador establece una zona de conjunción en la que surgen las disputas.

Se ha aconsejado por los especialistas y por los componentes de ambos tribunales, jerárquicamente supremos, corregir, si es preciso, los ámbitos competenciales y dejar al Constitucional la tarea de velar por la constitucionalidad de todas las leyes y, sobre todo, los conflictos de atribuciones y competencias entre los organismos de gobierno de las diversas autonomías. Convendría desviar el amparo y la protección de las libertades hacia el poder judicial al que, por naturaleza, le corresponde abordar las denuncias de vulneraciones de derechos fundamentales.

Desde que un litigio se judicializa ya se sabe que alguna de las partes va a plantear cuestiones relacionadas con la vulneración de los derechos fundamentales o de las garantías procesales. El derecho a un juicio justo y con todas las garantías constituye el paradigma y termómetro de la salud democrática de un país. El ciudadano que inicialmente se siente desprotegido tiene la oportunidad de repetir su queja ante el tribunal superior jerárquico y finalmente, en la escala nacional, puede denunciar de nuevo la vulneración de su derecho ante el Supremo. ¿Tiene sentido prolongar la peregrinación jurisdiccional hasta una tercera o cuarta instancia?

El recurso de amparo constitucional ha servido, durante muchos años, para consolidar los valores democráticos y ha construido una doctrina de las que todos los españoles podemos sentirnos legítimamente orgullosos. Estamos en la línea más avanzada de la protección constitucional de las garantías fundamentales. Al mismo tiempo, esta apertura sin límites ha colapsado al Constitucional y le ha distraído de sus funciones innatas, como el control de la constitucionalidad de las leyes y el arbitraje entre el Gobierno y las autonomías. Hay que buscar fórmulas para que la anomalía, estética y científica, que supone la existencia de una pirámide con dos vértices, sea sustituida por dos pirámides, simétricamente colocadas una al lado de la otra, para la mejor armonía del sistema jurisdiccional. Limitar el ejercicio del recurso de amparo al Ministerio Fiscal y al Defensor del Pueblo podría ser una solución constitucionalmente aceptable.

*Magistrado del Tribunal Supremo.