Todo va demasiado rápido. Todo cambia con demasiada celeridad. No da tiempo a procesar los acontecimientos, porque nos sobrepasan. Vivimos en una sociedad líquida, tal y como teorizó el sociólogo Zygmunt Bauman. No hay nada consistente. Todo fluye, como un caudal inabarcable. En ello, probablemente, tienen mucho que ver los avances tecnológicos, que disfrutamos y sufrimos. Pero es difícil averiguar qué fue antes: si la extrema fluidez de nuestra sociedad, o ese gas licuado que, ahora, inunda el mundo real, tras fugarse por las piteras del cosmos de lo virtual. Al final, da un poco igual el estado del espacio que ocupamos, y en el que nos movemos. Porque la consecuencia es la misma: nada perdura, todo se consume rápido, o caduca, y acaba siempre en un cubo de la basura real o alegórico. No hay lugar para la reflexión, el reposo, los matices, las salvedades o los paréntesis. Todo es apresurado, inexacto, extremo e intangible. Y ello conduce, sin duda, a la modificación de cualquier tipo de estructura o pegamento social, y a un moldeamiento de la personalidad de los individuos. Porque, en muchas dimensiones vitales, acaba imponiéndose la disolución de la concepción humanista del individuo, para terminar convirtiéndolo en poco menos que un títere que se mueve al son de los poderes invisibles. Y, cuidado, que no estoy afirmando que todo lo que aporte esa modernidad líquida sea perjudicial o esencialmente malo. Porque no es así. Porque la rigidez extrema, de otros tiempos, también asfixiaba la libertad de pensar, hablar, u obrar, según el justo entender de cada cual. Ahora bien, sí diré que, mucho de lo que trae consigo esta hegemonía líquida, contribuye a la deshumanización, al narcisismo, al materialismo más egoísta, al desarraigo, e, incluso, a la desnaturalización de valores morales universales. Si nos detenemos un momento, para contemplar el caos que nos envuelve, puede que aún sintamos hasta un cierto vértigo. Y no hay que asustarse por ello. Porque significa que aún hay esperanza. *Diplomado en Magisterio