Recientes estudios realizados en el Reino Unido han mostrado la existencia de un comportamiento paradójico en muchas personas preocupadas por el medio ambiente: reciclan las basuras, tratan de usar el coche lo menos posible, reducen su gasto en electricidad, gas y agua, apuestan por las energías renovables pero... usan con frecuencia el avión para realizar viajes a gran distancia, a menudo por vacaciones y no solo por trabajo.

El caso es que el transporte aéreo de pasajeros es cada vez más abundante en el mundo, debido a los competitivos precios de los viajes, y las emisiones de CO2 a la atmósfera debidas a los reactores no hacen sino ir en aumento, contribuyendo cada vez más al efecto invernadero responsable del cambio climático. Se calcula, por ejemplo, que la tasa de contaminación por pasajero en un vuelo hasta Tailandia equivale a la mitad de toda la producida al cabo de un año en promedio por cada habitante del planeta.

Es decir, que, mientras se van adoptando cada vez más medidas ecológicas en tierra (como los impuestos por el diésel, por ejemplo, que tanto han tenido que ver con la revuelta de los «chalecos amarillos» en Francia), la polución aumenta en el aire, sin que hasta ahora nadie haya intentado frenarla.

Sin duda, restringir viajes aéreos no sería popular en una situación en la que las vacaciones exóticas se presentan como un gran reclamo comercial y como una evasión de la rutina para el gran público. Queda de la mano de los ciudadanos, por tanto, hacerse conscientes de la incoherencia que supone ser ecologista de corazón y sin embargo contribuir a la contaminación de la atmósfera- y por tanto, al calentamiento global- en cada vuelo.