Benedicto XVI inició ayer una visita a Gran Bretaña con la que se pretende afianzar el diálogo con el anglicanismo. Es la segunda desde que se produjo el cisma del siglo XVI, después de la de Juan Pablo II en 1982. Esta, la primera de Estado, es mucho más complicada. Aunque la mayor parte de los británicos son indiferentes ante la visita, no paran de surgir voces críticas. La mayor parte de ellas están relacionadas con el papel de la jerarquía eclesiástica en los abusos de menores por parte de sacerdotes. En el mismo Reino Unido, solo ocho de los 22 curas condenados por ese delito han sido expulsados, otra manifestación elocuente de la forma en que la Iglesia trata unos crímenes ante los que los ciudadanos son extremadamente sensibles.

Los recientes casos de Bélgica, donde los investigadores han contabilizado en una veintena de años casi 500 víctimas, de las que 13 se quitaron la vida, han vuelto a poner de sangrante actualidad el más que discutible papel de la Iglesia, desde los cargos en cada país, en esta ocasión Bélgica, hasta el Vaticano. La gravedad de estos escándalos pone en cuestión toda la organización del catolicismo romano, como subrayan las 50 personalidades que han criticado que el Reino Unido reciba al Papa en visita de Estado. Puede que en esta ocasión, la tradicional política de aplicar la sordina y esperar a que escampe no funcione, es demasiado grave. Benedicto XVI tiene previstas 16 intervenciones públicas en su periplo británico, otras tantas ocasiones para enviar una señal de rectificación y de propósito de enmienda.