A pesar de que su perfil enjuto y la sobriedad de su mirada, encajan perfectamente con el prototipo de asceta medieval, a Vicente Ferrer nunca le preocupó eso de ser santo, lo que le evita al santoral la duplicidad de tener dos advocaciones bajo el mismo nombre. Y es que cuando una persona está poseída por la adicción de la solidaridad, recibe constantemente una dosis de sobreestima capaz de retroalimentar su espíritu. Y es esa una sensación lo suficientemente gratificante como para eclipsar todo lo demás. Y no le importa pasar por ser el heterodoxo que rema a contracorriente, ni por el disidente que renuncia a la gloria terrenal o ni como el proscrito que no se doblega ante los poderes de este mundo.

Después de haber visto con sus propios ojos el infierno al que estaba sometida la casta de los intocables en la India, después de haber escuchado el infinito lamento del sufrimiento humano, dejó de creer en el poder regenerador de la palabra, de la ideología, de la política e incluso de esa religión que ahora, aprovechando el tirón mediático, pretende convertirlo en santo.

Demasiado pragmático como para perder su tiempo en una maraña de disquisiciones teológicas, demasiado independiente como para someterse al dictamen asfixiante de quienes ven la realidad desde la lente cóncava de una doctrina, o desde el empalago de unos dogmas, o desde la peana de una moralidad que coarta. Demasiado honesto como para dejarse sobornar por los tentadores manejos del contubernio político.

Vicente Ferrer fue un hombre de acción, una persona que siempre estuvo de paso por las cosas, que amó a los demás más que a sí mismo, un adalid de los nuevos tiempos, un espíritu libre ganado para la causa, un ácrata voluntarioso dominado por la fijación de combatir la pobreza, un ser humano tocado por la magia de la inmensidad, que no se dejó seducir ni por grandeza ni por el boato.

XTRAS UN APARENTEx aspecto de fragilidad, escondía el poder rocoso e insobornable de un hombre íntegro. Dotado de una paciencia gandhiana. Alguien capaz de terminar con los edificios derruidos que habitan en el interior del alma humana. Un personaje dotado de una mentalidad diferente, un profeta de la modernidad, un oasis en medio de un desierto de ostentosa soledad, un revolucionario capaz de romper los muros de una sociedad anclada en el pasado, un apóstol del sentido común, un testigo comprometido con la verdad. Y todo esto sin esperar nada a cambio, como la vela que cuanto más alumbra más se consume, ajeno a cualquier tipo de reconocimiento personal.

Supeditó su vida, sus costumbres, su ministerio sacerdotal, su vocación de jesuita, al objetivo de hacer el bien a los más débiles, a rescatarlos de los muladares de podredumbre y de olvido. Tuvo que desafiar el cerco de hierro de las autoridades eclesiásticas, de los poderes políticos y de la mentalidad retrógrada de la época.

Pero estaba convencido de que cierta forma de utopía era aún posible. Y aunque se mantuvo alejado de una actitud paternalista y mesiánica, y del papel de fundador o de reformador monástico, sí se afanó en modernizar el ejercicio de la caridad, adaptándolo a las características de la época, para ello constituyó una fundación con el propósito de que su obra no terminara con él, sino que le sobreviviera en el tiempo. Toda la ayuda recibida fue canalizada a través de esta ONG que gozó de una singular transparencia y de un exquisito cumplimiento de la legalidad.

Incansable ante el desaliento, la figura de Vicente Ferrer ha adquirido tal trascendecia como para ser considerado un referente histórico. Por eso no precisa que institución alguna, religiosa o civil, reconozca lo evidente: que ha sido el filántropo más representativo de estos azarosos comienzos de siglo. No existe Premio Nobel que pueda equipararse con la grandeza de esas riadas de intocables que, movidos por la ternura, peregrinan para darle un último adiós, ni existe mayor prueba de santidad que el fervor que es capaz de despertar en el corazón de tanta gente. Porque la santidad es algo más que una abstracción o una colección de palabras bonitas escritas sobre el muro de la inmortalidad.

Depositó su fe en la providencia, pero no esperó a que ésta viniera como un ave solitaria a anidar entre sus manos, sino que, con una actitud de firmeza, le salió al encuentro. Porque dentro de esta elíptica que describe la historia de la iglesia, es el perfil misionero el que mejor se adapta al espíritu evangélico, el que más en consonancia está con el mensaje de fraternidad universal y el más coincidente con la coherencia testimonial de esta época.

Vicente Ferrer es un Mahatma , un alma grande, la semilla de mostaza que insospechadamente mutó en un árbol de gigantescas dimensiones y a cuya sombra silenciosa se acogen los pájaros. Con su muerte ha concluido una etapa llena de desafíos, ahora sólo queda esperar a que en primavera florezcan los almendros, a que la fuerza arrolladora del mito se extienda con pujanza hasta los confines últimos del orbe.