XLxlevo días prestando toda la atención posible a las sesiones de la Comisión del 11-M, pegado al televisor para intentar comprender, como simple espectador, la dimensión de una tragedia que conmocionó a la sociedad española y que supone, al menos a mi entender, un punto crítico de nuestra historia contemporánea, vivida por todos en tiempo real.

La mort en direct del pasado marzo hizo perder la inocencia a toda una ciudad, a todo un país, a toda una generación de españoles, que se levantaron aquella mañana con la visión estupefacta de la sangre derramada por aquellos inocentes que sufrieron el peor atentado que recordamos, y que sólo tiene una verdad: la desaparición cruel de 192 personas y la desgracia física y psíquica para miles de otras, por un móvil terrorista. Y hablo de comprender la dimensión, que no la verdad, que es única e inamovible, porque tan trágico acontecimiento ha mutado escénicamente la tragedia a un plano de convulsión de intereses políticos que cercena los sentimientos básicos de la sociedad humana y nos traslada a otra órbita social, que, como si de una obra de Kafka se tratara, se aparta de la compasión, de la dignidad y del respeto debido a los muertos, y troca aquella simple y atroz verdad en un laberinto de acusaciones, conjeturas, reproches, miedos, y manifestaciones oportunistas de toda índole emitidas desde la clase política.

Parafraseando --con toda humildad-- al gran Borges, ha de decirse que cobra plena actualidad aquel pensamiento de que la realidad supera con mucho a los mejores y más temibles monstruos que la fantasía pueda diseñar en nuestra imaginación.

Hasta hace pocos días todos éramos supuestas víctimas del terrorismo. Todos éramos --según nuestros inefables políticos de ahora y de siempre-- víctimas sociales de un engaño. Al parecer, lo único importante para algunos de nuestros mandatarios de corbata y traje que constituían y constituyen la Comisión del 11-M, era justificar su conducta preelectoral durante los días 11 y 14 de marzo de 2004, en una lucha demagógica para derribar al rival político actual.

Después de seguir las sesiones que han sido difundidas por televisión y llegar a la estación términi que han supuesto las declaraciones de la representación de los afectados, uno puede ver la luz de la desgracia y llegar a la obviedad (oculta, empero) de que las únicas víctimas del brutal y tan manido atentado de Atocha, es decir, los muertos destrozados por la metralla y sus familiares y amigos, han sido arrojados dialécticamente de un sillón a otro, de un escaño a otro, de una facción política a otra, en un intento de justificar errores propios y ajenos, y de aferrarse a la bandera de la razón/sinrazón de Estado.

Vale; todos somos víctimas, pero también todos somos verdugos en nuestra conciencia si permitimos que la desaparición de la faz de la tierra en nuestro país de 192 personas quede reducida a un simple y maniatado debate político, pensado y protagonizado por quienes están más pendientes del reforzamiento de sus votos que del digno y elemental recuerdo de aquellos inocentes que fueron brutalmente asesinados en Madrid, absolutamente ajenos a las enfermizas causas que detonaron el execrable crimen.

A las víctimas reales les deberemos siempre respeto y recuerdo. A las víctimas políticas no les debemos nada, porque nada han perdido que alcance ni de lejos el valor de una sola vida humana o el dolor de un niño, de un cónyuge, de un padre, de una madre, de un familiar, o de un amigo. Eso sí, que no interpreten la realidad para convertirla en una extravagaria pesadilla, peor que la que conmocionó a este país, y de la que aún algunos, en su desgracia político-colateral, no quieren despertar.

*Abogado