La ilegalidad es un factor contaminante de raíz. Quien gana en una guerra ilegal obtiene una victoria ilegal. Vale la pena recordarlo ahora, cuando la ofensiva contra Irak parece darles falsamente la razón a hombres como George Bush, Tony Blair o José María Aznar.

También vale la pena recordar que, independientemente de que el cercano final de la dictadura de Sadam sea una noticia positiva para el planeta, un buen fin no justifica unos malos e ilegales medios. Esta es una guerra injusta porque en su momento no se apuraron todas las posibilidades de desalojar a Sadam sin derramar tanta sangre inocente y destruir a todo un país. Pero hay otros elementos que la hacen inadmisible: para desencadenarla se quebró de forma consciente y tramposa la autoridad de la ONU, se pisoteó el entendimiento entre EEUU y Europa y se dinamitó la cohesión de la Unión Europea. Aunque se esté combatiendo ya en las calles de Bagdad, el mundo sabe que hay otros dictadores tan sanguinarios como Sadam Husein contra los que George Bush nunca actuará, no por miedo sino por interés. Y esta guerra encima reinstaura desde Occidente la ley del más fuerte cuando sus mismos ciudadanos piden y desean que impere la ley del derecho.