De todo lo que he leído y escuchado sobre la guerra civil española, lo que más me ha impresionado siempre son los relatos de quienes se vieron involucrados en uno de los dos bandos contra su voluntad. No querían pelear, querían hablar. Pero allí estaba ya la guerra. Solo podían escoger entre huir, morir o matar. Relatos terribles sobre la imposibilidad de imponer las palabras sobre el ruido de la sinrazón.

Me estremezco también con las historias de mujeres maltratadas por sus parejas. Pero no cuando llega el momento del primer bofetón; mi estremecimiento se produce cuando escucho cómo operan los mecanismos previos de dominación. No hay violencia más oscura que la que no necesita golpe físico porque ya hay control absoluto del otro.

La violencia no comienza cuando se da la primera bofetada o cuando estalla la primera bomba. La violencia consiste en una atmósfera donde las palabras van perdiendo poco a poco su valor, se van convirtiendo en meros instrumentos de dominación, en sonidos vacíos de emociones y de significado, en un código agresor que enajena lo humano para convertirnos en animales prestos a la lucha.

Mi estremecimiento ahora no proviene, pues, de Bruselas, París, Siria o Turquía. Mi estremecimiento cotidiano proviene de la nulidad de la palabra, es decir, de la política. Este periodo de interinidad en el Gobierno de España no puede ser más explícito al respecto: no quieren convencerse, quieren vencerse. Me dirán que vencerse en las urnas no es violencia. No, no lo es aparentemente. Pero la derrota de la palabra ya se ha producido.

Vivimos bajo un clima en el que poco a poco, silenciosa pero contundentemente, va quedando atrás el paradigma de la paz y nos sobreviene el paradigma del enfrentamiento. Por eso los síntomas del abandono de la palabra, de su uso violento y ajeno a la empatía, son cada vez más evidentes. Son las señales de la violencia antes de la violencia.

Más allá de las guerras crónicas y de las que empiezan, más allá del terrorismo internacional transformado en una nueva cruzada religiosa, más allá de las bombas, los disparos, la sangre y el barro de la moral arrastrada por los suelos de campos y ciudades del mundo, más allá de todo eso, lo verdaderamente preocupante es que el clima cotidiano de paz está dejando paso a un clima cotidiano de violencia. No nos damos cuenta, o no queremos darnos cuenta, como le ocurre a esa mujer antes de recibir el primer bofetón o como les ocurriría a muchos compatriotas del 36 hasta que se vieron con un fusil entre las manos.

Cuando Pablo Iglesias logra que de su primera intervención política relevante en las Cortes quede su afirmación de que el PSOE es el partido de un señor con las manos manchadas de cal viva, es que la palabra se encuentra en ese momento no-político en el que se activa el instinto básico del electorado, preparado para vencer y no para convencer.

La culpa, por supuesto, no es de Pablo Iglesias , uno de los últimos en llegar a este ecosistema político mundial en el que la violencia callada es el fenómeno atmosférico predominante. Como apuntaba más arriba, el vaciamiento de la palabra --ese magma informe de lo políticamente correcto-- es también una forma de violencia en cuanto que contribuye a perpetuar el estado disfuncional de las cosas.

De hecho, se me ocurren pocas actitudes que colaboren más a alimentar la nube tóxica que nos cubre que ese lenguaje protocolario que les sirve a los burócratas de la Unión Europea para justificar el abandono injustificable de seres humanos en nuestra frontera. Se trata, en efecto, de la deshumanización discursiva que precede a la violencia.

Por no hablar de la violencia financiera a la que ya me he referido en otros artículos, cada vez con más víctimas. ¿Imaginan qué ocurriría en una habitación con diez personas donde dos pasan hambre y sed, uno se ducha en una bañera de oro a diario y los otros siete (que no viven muy mal pero tampoco muy bien) asienten en silencio? Esa bomba de relojería es el mundo hoy.

Solo en un momento no-político como el que estamos viviendo es posible que un personaje como Donald Trump tenga opciones de ser presidente de EEUU, o que la ultraderecha alemana incendie albergues de inmigrantes. Son gritos de un volcán a punto de la erupción.

La palabra agoniza entre su estrangulamiento para que no signifique nada y su abuso para que sirva de arma. Necesitamos líderes que dominen la palabra y que la utilicen para el bien: que la mimen, que le den significado, que tiendan puentes con ella, que no hieran ni se evadan, que se comprometan y dibujen con el discurso un horizonte de promesas creíbles que mejoren el presente. Detrás de la palabra bien usada hay un pensamiento virtuoso. Necesitamos líderes que piensen, y que piensen bien. Y lo digo con miedo: creo que no los hay.