WLw a comunidad educativa, en particular, y la sociedad, en general, reflexionan desde hace años sobre los cambios de comportamiento que se han dado en las aulas, conscientes de que se ha producido una variación significativa de las formas, de la "manera de esta", del concepto mismo de educación.

Los cambios se han desarrollado en todo el mundo occidental, producto de la irrupción de nuevos parámetros y de la evolución social hacia esquemas menos autoritarios y de mayor libertad en el entorno académico. España no es, por supuesto, una excepción, pero presenta la salvedad de que el cambio de costumbres se ha dado, en el último tercio del siglo XX, a una velocidad superior, más sincopada.

El difícil paso de la adolescencia a la edad adulta ha registrado en el último decenio --no solo en escuelas o institutos, sino también en la calle, en el seno familiar-- una tendencia cada vez más perceptible, y también cada vez más socialmente preocupante, hacia un antiautoritarismo que ha desembocado en conductas delictivas. No se trata de perder el norte o la seriedad analítica a partir de casos recientes como el de esa madre de Barcelona que ha sido condenada por lesionar a la maestra de su hija (un asunto similar al acontecido el pasado año en la localidad pacense de Don Benito), o como el del asesinato de Seseña, pero hay que convenir que es cierto que la atmósfera que se respira en algunos centros educativos y ámbitos juveniles se acerca a la violencia. Y no solo física, sino argumental, verbal, impositiva y de grupo.

En este contexto, la autoridad del profesorado se ha visto laminada tanto por el afán legítimo y democrático de superar las lacras del pasado reaccionario como por la actitud familiar, que ha derivado en una dejación de los deberes educativos y, al mismo tiempo, en una sobreprotección de los hijos en detrimento de determinadas normas de comportamiento y en detrimento del papel que deberían jugar los profesores dentro del aula.

Encontrar un punto intermedio no es nada fácil, pero es innegable que la sociedad necesita esquemas en los que debe armonizarse la libertad del individuo con el cumplimiento de unas obligaciones que no pueden obviarse. Es la base de todo aprendizaje.

Como aseguran los expertos, la violencia no es un comportamiento natural, sino una actitud aprehendida en la socialización del individuo. Estamos, pues, ante un problema complejo que demanda soluciones que no pueden escudarse solo en una hipotética reforma punitiva, sino en una labor educativa incesante para que no se imponga la ley de la selva sobre los preceptos de una sociedad democrática avanzada.