Hay una exhaustiva y convincente información cotidiana sobre la violencia callejera. Tanto en los regímenes autoritarios como en democracias antiguas o modernas, colecciones completas de nombres y adjetivos: fuegos, explosiones, barricadas, disparos, exaltaciones y masas encendidas reivindicando derechos o nacionalismos integristas. La calles no tienen puertas, todo se puede decir, ver y contar.

La violencia casera posee visillos tupidos, mullidas alfombras, la bolsa del pan depende encantadora de un ganchito y huele a pollo asado si se decide abrir fugazmente los cristales de la cocina.

Pero todos los meses hay media docena de mujeres asesinadas por sus parejas, al menos, en medio de un silencio casi vergonzoso, una por semana, que puede duplicarse.

¿Quiénes son esos asesinos convictos y confesos? ¿Colgaron esas cortinas¿ ?Se comieron el pollo asado durante uno, cinco, veinte años...?

Pues probablemente sea exactamente así.

Además, es probable también que les haya sido imposible aprender otra forma y otro fondo para conducir una relación sentimental. Ser libres, ser iguales, ser desgraciados, pero tener ambos el derecho a vivir, a estar vivos, aun diciéndose adiós. Se trata del final de una pareja, no del fin del mundo.

La violencia casera es común, corriente, normal, vulgar y miserable. Si se practica, ya se sabe cómo puede acabar. Tras muchos pasos erróneos y crueles, no parece inverosímil ese precipicio ensangrentado con sirenas y ambulancias.

Y si se eligiera el camino contrario, sería lo contenido, calmado, estar tranquilas las mujeres. y no tan, tan descorazonadas.

María Francisca Ruano **

Cáceres