La violencia machista no siempre nos acecha con la imagen terrible de las tragedias irreversibles, sino que se hace presente a menudo de manera silenciosa e imperceptible, bien en la intimidad del ámbito familiar, bien en el de las relaciones esporádicas truncadas. Los rasgos que definen esta lacra social son los mismos: la pretendida superioridad masculina, el menosprecio hacia la dignidad del ser humano, la idea de posesión de la mujer como objeto de deseo. En este último caso -el de un antiguo vínculo, sin connotaciones legales- se dan circunstancias que acrecientan el problema. La justicia no considera que exista violencia machista cuando un hombre intimida, persigue o intenta controlar el destino de una mujer que decidió acabar con una historia sentimental, sin convivencia o hijos comunes. Como mucho, estamos hablando de un delito de coacciones, en el que la víctima no recibe, a menudo, más amparo que una leve advertencia hacia el agresor, y que es complicado de acreditar ante un juez. Sin embargo, se trata ostensiblemente de una situación igual de grave, con las inevitables secuelas de esta violencia: temor, ansiedad, alteraciones psicológicas y un estado de alerta continuo que impide el ejercicio de la libertad individual. O, por desgracia, algo peor. La sociedad debe tomar nota y obrar en consecuencia. Por principio y para evitar males irreparables.