Siempre se ha dicho que la naturaleza es sabia, y no me atrevo yo a contradecirlo, a pesar de que a veces se gasta muy mala leche, y la impetuosidad suele ser cosa de torpes. Por regla general, la naturaleza equilibra el orden vital del planeta, todo lo tiene diseñado para que funcione medianamente bien, aunque a veces le dan súbitos arrebatos y remueve los mares para desencadenar catastróficas tormentas, o la corteza terrestre para provocar terroríficos terremotos. Así pues, los seres humanos, en nuestra evolución siempre hemos estado obligados a bregar con los caprichos de la naturaleza. Desde la construcción de la primera y sencilla vivienda, durante la prehistoria, a la elevación del más alto y sofisticado rascacielos, inaugurado hace días en Dubai, hemos estado supeditados a condicionamientos naturales, como la climatología y orografía del terreno. También hemos emulado a la naturaleza para soportar su severidad. Por ejemplo, para combatir el calor, aprendimos a producir hielo, y lluvia artificial para paliar la sequía. Pero muchas veces nos golpea y no podemos evitarlo.

Los terremotos de Haití han sido una muestra más de que la violencia de la naturaleza es inescrutable y a veces inevitable. Esta vez se ha cebado con un pueblo que no estaba adaptado a sus antojos y sus viviendas no han soportado sus sacudidas. Una ciudad ha sido destruida y miles de personas han muerto.

Los telediarios han mostrado al mundo escenas dantescas desde Haití, originadas por la violencia natural, pero por desgracia, también hemos tenido que visionar en esos mismos telediarios escenas de terror provocadas por la violencia humana lejos de Haití, en países donde las acciones terroristas se ensañan a diario con personas indefensas. El terrorismo está a la orden del día. Es imposible entender ese afán de algunos individuos por hacer tanto daño a sus semejantes. ¿Acaso no es suficiente con las calamidades que nos envía la naturaleza?