A veces la violencia tiene caminos sutiles. El uso indiscriminado de la fuerza física suele ser la expresión más clara de ésta, sin embargo, las palabras, nuestra principal herramienta, también son un vehículo con el que se infringe dolor al prójimo. Las palabras están provistas de contenido y son como una gubia con la que conformamos nuestra realidad. No soy de los que cree que en ese lenguaje androide y duplicado del ‘señores y señoras’ o de la arroba colocada al final de cada sustantivo, por ser políticamente correcto pero lingüísticamente una locura. Me estoy refiriendo a las expresiones y actitudes machistas de pura cepa.

Es lo que le ha pasado a Donald Trump en su carrera hacia la Casa Blanca. Olvidó que un caballero debe serlo siempre y que las ‘conversaciones de vestuario’ en un candidado a presidente de EEUU no tienen cabida nunca.

Hace unos años en una empresa escuché a un jefecillo referirse a una compañera como «rubia». «Rubia, manda este correo». Toma ya. No quise indagar más, pero las posibilidades de que «rubia» fuera su primer apellido son muy escasas. O que hubiera una complicidad tan grande entre ambos que permitiera denominar a alguien solo por el color de su cabello. Entono el mea culpa porque en esa situación debí afearle el comportamiento. Fui cobarde, jugaba en campo contrario y, probablemente, no tuviera mucho efecto. ¿Cómo se comportará en su vida alguien que utiliza ese tono en el trabajo? ¿Qué puede esperarse de quien veja así a una empleada? No se puede coger la parte por el todo. ¿Se referirá esta persona a un trabajador hombre como «moreno» o «rubio» en las mismas circunstancias? Me temo que no. Y lo malo es que la culpa la tenemos todos. Mi silencio -y el de todos nosotros—es cómplice de esta violencia verbal que creía desterrada, pero que es más cotidiana de lo que creemos. Refrán: La violencia es el último refugio del incompetente.