A veces me ocurre. Me harto de violencia. Convivimos con ella a diario y me da asco hasta qué punto de bajeza pueden llegar unos seres humanos frente a otros. Estos días, viendo las imágenes de los incidentes en la Eurocopa, me paro a pensar si realmente hay una solución para estas actitudes en las que el desprecio al otro se pone por delante de cualquier cosa. Pero no hace falta irse muy lejos para toparse con la cruda realidad de los puños, físicos o psicológicos, con los que a menudo se intentan arreglar los asuntos cotidianos que hacen de nosotros seres con mucho que mejorar. Les cuento. Hacía calor la otra tarde y en la calle apenas se veía gente. De repente, empecé a escuchar voces. Cada vez más cercanas cuanto más andaba. Y allí estaban ellos, sí, ella y él, discutiendo e insultándose como si los improperios fueran regalos de reyes con destinatario seguro. A punto de llegar a las manos, los viandantes apenas reaccionaban.

En cualquier televisión la bronca hubiera sido mayor y mejor en alguno de esos programas que denotan la capacidad intelectual de un país. Pero no, allí estaban ellos, dos jóvenes que no pasaban de los treinta zurrándose con solo abrir la boca y, con la entrada en liza de un tercero --al parecer, un amigo de la chica acosada--, muchas más opciones de soltar las manos. Afortunadamente, la policía intervino para calmar los ánimos y, digno de un final mediocre, cada uno de los protagonistas tomó el camino de casa, no sin antes repetirse que el malo de la película no era ninguno.

Aunque esta historia tenga un cierre aparentemente pacífico, no sé cómo hubiera acabado de no mediar los agentes. En ocasiones pasa que no ocurre nada, en otras, que el panorama degenera hasta límites insospechados. Como cuando tengo que parar de comer ante tanta náusea en las noticias de la televisión.