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El pasado domingo, el Periódico dedicaba su tema del día al monasterio de Guadalupe, adelantándose a la importante efeméride que en él tendrá lugar este año con la celebración del 75 aniversario de la coronación canónica de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Entre otras cosas, se hacía referencia al deseo manifestado por diversas instituciones de que sus majestades los reyes de España, don Juan Carlos I y doña Sofía, honrasen con su presencia los esperados actos. Al hilo de este anhelo de la región, me permito recrear la visita que en enero de 1430 hiciera el rey don Juan II.

Cuando el monarca hizo su aparición en la plaza de la villa de Guadalupe, todo el mundo esperaba que viniese a lomos de su hermosa yegua blanca, pero ésta venía sola, delante, llevada por un palafrenero.

Don Juan II llegó cómodamente sentado en el interior de una litera cubierta con doseles de telas azules con escudos bordados, que era portada por seis fornidos pajes. El rey descendió con ropas de ciudad: dalmática roja y manto, doblado alrededor del cuerpo y vuelto sobre el brazo izquierdo, que sostenía un pequeño cetro. La corona era sencilla, sin más adornos que cuatro rubíes y un escudo blasonado con las armas de Castilla y de León. Sorprendió su juventud ¿veinticinco años que no aparentaba?, y su aspecto alegre y desenfadado. Saludó al pueblo y después avanzó con paso firme hacia la escalinata, cuyos escalones subió de dos en dos. En el centro del atrio, salió a recibirle el prior del monasterio; se inclinó ante él con gran reverencia y, en ese momento, la escolanía del monasterio inició el canto del gradual y después el aleluya. Todos se postraron en tierra y un diácono entonó las letanías. Tras lo cual el arzobispo de Toledo, don Juan de Contreras, fue hacia el monarca y ambos se saludaron con mutuas reverencias y un abrazo. Entonces comenzaron a ascender hacia el atrio los acompañantes del rey: don Alvaro de Luna, su hermano don Juan de Luna, el obispo de Osma, don Fernando Alvarez, señor de Oropesa, don Alfonso de Guzmán, señor de Santolalla, don Pedro Girón, maestre de Calatrava, don Ferrand López de Saldaña, contador mayor del rey, y otros muchos caballeros jóvenes, pajes y niños, hijos de grandes señores, que venían todos muy arreglados con bordados y ricos vestidos. Entraron todos en el monasterio y fueron avanzando por la nave principal, admirándose de la perfecta disposición de arreglos florales, lámparas, objetos preciosos y escudos de armas que estaban dispuestos a lo largo del recorrido. Al llegar frente al presbiterio, se fueron situando en reclinatorios colocados con orden, según el rango de cada uno. El humo del incienso ascendía hacia las bóvedas y la luz que entraba por ventanales y rosetones creaba un mágico ambiente, en el gran silencio, cargado de reverencia, donde cada uno cuidaba de no hacer ruido con los adornos de sus ajuares al arrodillarse delante del altar.

En ese momento, dio comienzo el canto del Alma Redemptoris Mater entonada por el coro de monjes. La gran cortina azul con plateadas estrellas bordadas se alzó recogiéndose sobre sí misma, cuando los acólitos tiraron de los cordeles; y apareció el trono, sobre el cual resplandecía la imagen de la Virgen de Guadalupe. En la penumbra del templo, a pesar de las muchas lámparas y velas encendidas, la imagen de la virgen parecía salida de la nada, brotada sobre los humos, los resplandores del oro, la plata, cintas, guirnaldas, telas y bordados; rodeada de exvotos de todo género: cabezas, pies, manos y cuerpos de cera, muletas y bastones, vendas, mortajas, cabellos trenzados y una infinidad de grilletes, cadenas y anillas, llevadas por cautivos liberados tras invocar a la Virgen María desde el suplicio de sus prisiones en tierras de moros cercanas o allende los mares.

Después de que se hicieran unas oraciones, la imagen volvió a ser ocultada tras sus cortinas y el rey, prelados, séquito y monjes salieron de nuevo al atrio. Una vez más las gentes de la plaza vitorearon y aplaudieron al monarca. Se situó un ostentoso sillón a la manera de trono, sobre una tarima, y fueron pasando numerosos nobles para ofrecer sus parabienes, así como alcaides y autoridades llegados de todos los pueblos y aldeas de la comarca, aún desde los más apartados, desde donde habían andado durante horas sobre caballerías o a pie, soportando lluvias, heladas e incluso nieves, con la esperanza de ver de cerca al rey, de hacerle reverencia y besarle la mano.