La frase que titula esta columna podría ser el epitafio perfecto para el fin del mandato de Mariano Rajoy.

El ahora expresidente del Gobierno no pudo sobrevivir a la moción de censura, en contraste a cómo ha ido sobreviviendo todos los casos de corrupción que carcomen a su partido y, de paso, a las instituciones del Estado.

Me preguntaban el jueves si iba a celebrar la caída de Rajoy. «No», respondo. «¿Te gusta?», me dicen. «Nada». El Partido Popular ha dejado un país en el que el vino no se bebería para celebrar, sino más bien para olvidar.

El cese de Rajoy puede ser un primer paso, pero desde luego la crisis democrática que sufre España desde hace años sólo se atajaría con un cambio profundo, una regeneración que empiece desde la raíz. Comprometida. Real. Y votada.

«Y el rey, ¿qué hace?», me inquieren. «El rey no hace nada», digo. «Ah, o sea, ¿su papel es firmar y ya? ¿Nunca actúa?», insisten. «La única vez que este rey dijo algo fue durante el referéndum en Cataluña y al final casi echó más leña al fuego. Porque ni concilió ni tuvo un papel mediador», opino. «Oye y en la dictadura, ¿había monarquía?», preguntan.

Amigos, sin quererlo acaban de tocar una de las raíces fundacionales del problema. Un breve repaso a cómo el propio Francisco Franco restituyó la monarquía borbónica en España y de su inclusión obligatoria en el proyecto de democracia que estaba por nacer es necesaria. ¿Por qué? Porque si la forma de Estado continúa en duda difícil se hace que el país pueda afrontar la corrupción y otros retos urgentes como una democracia madura.

«Un cuñado del rey también estaba metido en corrupción ¿no?». Sí. Todavía estamos esperando que se demuestre eso de que la justicia es igual para todos.

El expresidente Rajoy pasó la jornada del jueves en un restaurante en lugar de en su escaño. No sabemos si convidando a vino. La metáfora perfecta para sus siete años de Gobierno desde la barrera.

* Periodista