Quizás abrazamos con demasiado entusiasmo la ruptura del bipartidismo. Lo cierto es que, por otro lado, este júbilo era del todo natural. Sentíamos nuestra representación raptada a manos de dos partidos que, además de haber dado amplias muestras de escasa honestidad, cubrían todas las sensibilidades por aluvión. Así que la irrupción, primero tímida, de nuevos partidos se saludó con más alegría que escepticismo.

Si la crisis propició una (forzosa) regeneración, la política no debía ser ajena a estos cambios. Aunque UPyD no se acabó consolidando, la llegada de Podemos y Ciudadanos, y más recientemente Vox, abrieron la oferta ideológica. Mucha gente se sentía decepcionada por los partidos a los que tradicionalmente había votado, bien por cansancio ante la corrupción o bien por la ineficacia en la ejecución de soluciones cuando gobernaban. Se había creado el perfecto caldo de cultivo para una aliviada acogida a nuevas formaciones, que vendrían a dar voz a otras perspectivas. O formas diferentes de las mismas, para qué negarlo. En todo caso, bienvenida sea la competencia, que siempre favorecer al consumidor.

Que, después, en el camino, algunas de estas formaciones se fueran descafeinando entraba dentro del guión. Salvo a militantes e incondicionales adeptos a la causa, a pocos se escapaba que al final eran partidos políticos, incluso si renegaban de nombre y condición. Eso lleva, claro, a compartir las mismas ambiciones de poder y a la adopción de estrategias puramente centrados en el voto. Nada nuevo bajo el sol, con lo cual se hacía sencillo comprar esa parte del paquete, si por algún lado aparecía la mejora en la gestión y la matización de los excesos de los partidos dominantes.

Pero no es eso lo que hemos vivido en este último lustro. Desde luego, contemplando el enmarañado escenario actual, se hace inevitable instruir algunas conclusiones. Entre ellas, las consecuencias indeseadas (y no tengo claro si esperables) de la ruptura del bipartidismo.

La primera de esas consecuencias es el giro que han adoptado los dos partidos antes dominantes, no ya en su posición sino en la forma de hacer política. Pese a que, al principio, optaron por negar el fenómeno de nuevos partidos, al menos los que vivían en su propio arco ideológico. El intento de ninguneo y «luz de gas» a las nuevas formaciones buscaba su «apagón» mediático y ocultaba una porción de desprecio al novato. Finalmente, el resultado no fue el esperado. Pareciera que hay más adaptación de los viejos a los nuevos que viceversa.

Sin solución de continuidad, se han lanzado a competir con el mensaje que lanzaban los recién llegados, a jugar en su terreno, con la consecuente incomodidad de estar fuera de sitio. A menudo obligándose a asumir las posturas más extremas, por el simple hecho de no perder la posición.

Segundo, algo que va contra toda intuición y pudiera parecer paradójico si no se atiende a lo anterior: los nuevos partidos han acentuado la política de bloques. Con un mayor campo de opciones la lógica dicta que los puntos de conexión se multiplicarían, sin embargo la descarnada lucha electoral (de la que parecemos no salir nunca) va dejando menor sitio a la flexibilidad, a la negociación y al acuerdo. Incluso si para ello hubiera que descabalgarse de parte de tus propias posiciones (vamos, la definición de pacto). Súmenle el amarillismo que tiñe la política y las afrentas personales que los líderes se empeñan en crear para ver que estamos en la entrada del laberinto.

Porque este tipo de política lo contagia todo, y hasta ha contaminado el sagrado reducto del parlamentarismo, allí donde esperamos que se aparque el espectáculo pirotécnico y empiece el artesanal trabajo de tramoya legal y ejecutiva. Ahora mismo, el efecto más visible de la ruptura del bipartidismo es vivir instalados en una endiablada gobernabilidad.

No hablo sólo de la dificultad de acuerdo para el gobierno del país. Para el cual, y espero equivocarme, vamos de cabeza a unas nuevas elecciones, en las que por cierto (y también ojalá yerre) poco se solucionará. Hemos visto idénticas escenas en comunidades y ayuntamientos. Y allí donde los acuerdos han generado una gobernabilidad pactada, nos cuesta no ver la sombra de la inestabilidad. Que es, evidentemente, otro problema para quienes esperamos que la gestión empiece donde acaban los recuentos.

* Abogado, experto en finanzas