Escritor

Hoy es oportuno que les hable de un hombre que nació con un estigma en la frente al modo de los personajes de Herman Hesse, un hombre que vino al mundo con los lomos tatuados por la desventura, con todas las papeletas para ser un perdedor y que, no obstante, se plantó un buen día de jarras, se parapetó detrás de un lienzo y decidió ganarle la partida a los infortunios. Se llama Vito García Cano. Es extremeño, aunque él no reconoce más frontera que el círculo perfecto y negro de las pupilas de sus dos hijos. El no sabe de fronteras. En realidad no sabe de casi nada, pues se encierra doce horas en su estudio precisamente para eso, para que el mundo resbale por su espalda sin rozarle y deje a su paso un vaho de colores empañando el cristal rugoso de sus lienzos. García Cano lo ignora casi todo, es cierto, pero ustedes harán bien en ir memorizando su nombre en el disco duro del entendimiento, pues les aseguro que el suyo será uno de esos que suenen con admiración en los labios y en los libros de texto de nuestros hijos.

Si algo hay de cierto en los versos de Miguel D´ors en los que canta que el poeta es un niño con las alas malheridas, Vito es un niño que no encuentra refugio ni en la voz ni en el grito, una rareza de ángel con dislexia, un pajarraco que envisca sus alas con óleos de colores y que se aferra al pincel como un chiquillo abraza a su oso de peluche en las noches de insomnio y de tormenta. Vito es un pintor autodidacta con más acertada apariencia de cobrador de morosos que de artista. Uno de esos hombres en los que las musas se burlan de los académicos, los relamidos y los prejuiciosos. Todo en él es puro y tierno surrealismo. Por eso sus cuadros son inevitablemente surrealistas o hiperrealistas: en cualquier caso, siempre en descuadre con la realidad. Sus personajes son calco del mundo que lleva dentro. Así le nacen en los lienzos hombres fieros que pulsan las cuerdas de un violín que sólo es visible a sus ojos, niños solitarios, peces voladores, chuchos famélicos que regalan sonrisas a quien se atreve a contemplarlos, parejas enamoradas que se miran enternecidos bajo la sombra enigmática de un sereno que probablemente tendría que haber muerto hace un par de siglos, cuadrillas de toreros que posan para un retrato de familia junto a un toro de mirar bucólico, nubes que se entrelazan a los techos de las casas y a las espadañas de los campanarios, estanques verticales donde nunca rebosa el agua, locos coronándose con tiaras de papel de periódicos, bailarinas obesas como luchadores de sumo. Todo extraño, todo desmedido, pero siempre ejecutado con un sentido de la composición intuitivamente perfecto.

¿De dónde le nace a García Cano esta capacidad creativa o, por mejor decir, este afán por dejar plasmados sobre el lienzo sus sueños de colores? Quién podrá saberlo. Yo lo conozco desde hace más de veinte años y aún estoy enredado en los enigmas. Quizá de los pliegues más perdidos de su memoria. Porque Vito no pinta lo que ve, sino lo que recuerda, las imágenes que consigue rescatar de ese otro mundo en el que parece andar definitiva y afortunadamente perdido. Su memoria, como la de san Agustín, es el estómago de su alma; así, me atrevo a afirmar que, la de este pintor extremeño que no para de crecer, es un alma de tonos verde botella y rojo tierra, azul cielo salpicado de amarillos y grises: todo muy de vanguardia y a la vez muy de principios del siglo XX, si es que no es decir la misma cosa.

Plantarse, pues, frente a una invención de Vito Cano es contemplar en colores una ficción de Cunqueiro perpetrada con la voracidad laboriosa de Gómez de la Serna y el humor infantil, desgarrado y tierno de Jardiel Poncela. Sus cuadros están repartidos por medio mundo, y hasta Cela sintió admiración por la forma en que el artista del que les hablo encierra los sueños entre cuatro listones de madera. En estos días anda ultimando un enorme mosaico para la Casa de la Cultura de Torremejía. Su labor es mucha y siempre ascendente, pero lo mejor está aún por llegar.