Volver a Extremadura. Basta un verano de ausencia para que el verbo volver se escriba con pena. Dos meses bastan. Suficiente. Extremadura sin día a día que la disfrace. Sin asideros. Sin trampa ni cartón. A topacarnero. Al primer bofetón. Extremadura al borde del camino. Posada, diligencia y tango. El tango de volver a verte. Un tango que suena siempre amargo.

Ver y no ver. El viajero, a su vuelta, ve lo que dejó de ver. Lo que ya no veía. Lo que no veía porque los ojos ya estaban hartos. O lo que no veía porque, simplemente, era más cómodo no ver. Y callar. Dejar que las aguas vayan al mar y que el mismo sol de siempre nos destartale el alma, el camino y la memoria. Pero el viajero vuelve a casa y repara, una vez más, con el mohín de lo irremediable en la cara, en que aquí todo necesita una mano de pintura.

Extremadura, ahora, a su vuelta, se le antoja no más que cierta nada y cierto nadie. Envuelta en indolencia. Envueltas sus calles en resignación y soledad. Esa, y no otra, es la terca realidad que alumbra el terco sol de este verano que se nos muere. El sol del adiós. El mismo sol de siempre que nos aplasta y nos niega la esperanza.

Volver. Y tropezar con la verdad. Extremadura alicorta. Agazapada. Escondida de sí misma. Perdida y perdedora. Culpable y condenada. Y, en sus recodos, el mismo silencio de siesta y paro. Extremadura siempre descarrilada. Tarde para casi todo. En la paz inmensa y cruel de los muertos y, lo que es peor, de los idos.

Vuelve a ella y la ve con ojos nuevos. Pero lo que ve ya lo ha visto. Y por un momento, descorazonado y triste, el viajero quisiera ser ciego, quisiera no haber vuelto y aún quisiera escapar. Extremadura, allá abajo, parece dormida. Cansada, desnortada y rendida. Maldita como una hembra maldita. Desangrada en el parto. Parida y huera al mismo tiempo. El viajero, a su vuelta, la mira, y la mirada le aprieta las entrañas.

Extremadura y poco más. Los mismos llantos y las mismas medias verdades. La misma letanía mendicante. En la política, en la prensa y en la calle. La espera triste de quien espera limosna. Las mismas simplezas gemidas torpemente, las mismas plañideras a jornada completa y la misma ensalada de promesas incumplidas. Las mismas campanas que voltean por lo que pudo haber sido y nunca fue.

Pero el viajero no llora. El viajero vuelve. Ama. Amamos Extremadura porque no nos gusta. Amamos, la amamos, con ansia de perfección, con voluntad de conquista. Y, diciendo Extremadura, hasta con afán de hazaña. Extremadura no es un lugar al sol, ni una administración más o menos trapisondista, ni un partido, ni dos, ni siquiera un teatro romano. Al menos no solo es eso. Extremadura es un empeño común. Extremadura no es solo parte del corazón seco de España. Es sangre que late dentro de un gigante que duerme. Puede que el presente nos sea adverso, puede eso y más, pero el futuro no está escrito.

El viajero, que no llora, a su vuelta se sabe parte de esa tarea común. Hay tajo. Y porque hay tajo y hay mañana todo cobra sentido. Al llegar a casa, el viajero se siente obligado para con los otros. Obligado a volver a la obra perdida aunque esa obra sea la obra milenaria y siempre pendiente de levantar Extremadura. El viajero no sabe llorar. Al viajero no le cabe dentro el desaliento porque va repleto de su propia tierra. Terrones secos tragados a bocados de porfía. Porque el viajero es tierra que de la tierra viene y a la tierra va. Y, mientras reza, el viajero le pide a Dios la dicha del combate por Extremadura, la tierra mil veces prometida. Ojalá seamos capaces de cumplir con ella. Nosotros, al menos.