No, no es volver con la frente marchita después de veinte años, que no son nada, ni con la mirada febril ni ninguno de esos tinglados argentinos. Es volver mirando al cielo abierto donde crees que pueden estar ellos, tus abuelos, y la sonrisa bañándote la cara, como diciéndoles "he vuelto, he vuelto al lugar de donde vosotros salisteis hace más de sesenta años con la pobreza cabalgando en vuestra espalda". He vuelto; soy fruto del bienestar que encontrásteis a unos cuantos cientos de kilómetros de vuestro pueblo, del terruño, del pedazo de tierra que durante generaciones amamantó y vio crecer a los vuestros, a muchos de los cuales, sin embargo, expulsó a mitad del siglo pasado, los desterró porque no había para todos.

Y aquella manta liada a la cabeza en aquel país plagado de humillaciones se convirtió en trabajo, casa, televisión y un seiscientos, y en visitas al pueblo algunos veranos y excursiones al norte que también acogió a más familia que llegó cobertor en una mano y la otra vacía.

He vuelto y me gusta. Y disfruto de los paseos por estas calles, del olor de estos campos, del cobijo de estos pueblos. He vuelto y siento que esto es mío también; que lo ha sido siempre, pero ahora me despierto reconociendo en estos caminos, montes, valles, dehesas, piedras y gentes mi pasado. ¡Es tan fácil y tan gratificante! Y en las noches me asaltan las imágenes del abuelo preparando las migas (las mejores del mundo, con diferencia) y de la abuela aviando el gazpacho. Y de las tardes alrededor del brasero para ahuyentar al frío madrileño. Porque ellos el calor lo llevaron de aquí y así siempre pudimos estar calentitos.

Y yo he vuelto al origen, donde comenzó a arder la hoguera que nos mantiene vivos. Que los mantiene vivos a ellos también.

*Periodista