Otra vez volvemos. Hay quienes empiezan las vacaciones, pero la gran mayoría la ha terminado. Y volvemos, o vuelven casi todos a la rutina de antes. Yo no vuelvo. No he salido nunca de vacaciones. Siempre las he pasado en casa, porque la verdad, jamás me ha apetecido irme más allá de este reducido mundo rural, cerca de mi pueblo, en el que habito. Pero me alegro por las personas que pasan las vacaciones fuera, las disfrutan y vuelven, luego felices y enteros a sus casas, a su pueblo, a sus costumbres, y a su trabajo. Yo no sé si vuelvo o no a mi pueblo cuando voy. No conozco ya a casi nadie allí. Y muy pocos me conocen a mí. Me imagino el pueblo tal como era cuando jugábamos de niños por sus calles en las noches de verano, pero, no. Todo cambia, nada perdura, todo se va, y paseo el pueblo, sintiendo la nostalgia del tiempo perdido, añoro las noches de juventud, con fiestas, bailes, ligues, y compañerismo. Se ven jóvenes y viejos, y no son nada para mis recuerdos. Las casas grises, el frío campanario, el atardecer que dibuja ya el otoño, no me dicen nada, y es como si en las calles aledañas a la iglesia, cerca del olivar, me espiaran con rencor, todas las lechuzas, que siseaban en las noches de verano de mi infancia. No me miro al espejo, porque temo no reconocerme, trae el viento campanas de antaño, y un gajo de luna sonríe en la ventana.