Cuando Richard Thaler, premio Nobel y «padre» de la economía del comportamiento o economía conductual, empezaba su carrera académica le resultó escandalosamente asombroso cómo los economistas más prestigiosos asumían que nuestro comportamientoindividual era «irracional». Con razón algunos modelos resultaban completamente inútiles cuando superaban los límites del papel. Y conducían a predicciones erradas y desastrosas, como la ceguera que nos llevó a la espiral de la gran crisis financiera en 2007-2008.

No es que estemos equivocados o seamos siempre impetuosos, sino que simplemente somos humanos y estamos gobernados por emociones. Nuestras motivaciones rara vez responden a un estricto análisis de coste-beneficio. Si fuera así, no nos daríamos caprichos ni caeríamos en tentaciones. No habría en ningún armario ropas poco usadas. O, directamente, con la etiqueta puesta. No compraríamos esa entrada para un concierto que se celebra un año después, al que no tenemos ni una pista de si podremos ir o si lo cancelarán. No nos sentiríamos tan satisfechos cuando adquirimos algo con descuento, incluso si no hemos comparado el precio de algún bien similar.

Hace unas semanas, antes de la segunda prórroga del estado de alarma, en conversación con un buen amigo, se mostró espantado cuando le aseguré que los efectos económicos de un confinamiento alargado tardarían en diluirse años. Quizás una década. No había en nuestra charla connotación ni intencionalidad política. Sólo constatábamos la evidencia de la dureza de la crisis económica post-Covid.

Desde nuestra perspectiva personal, una década perdida a nivel macro suena grave. Se convierte en escalofriante traducido a nuestras vidas. Más desde un encierro en tu casa. Cualquier mensaje de esperanza será bien acogido, sin importar coste o viabilidad. Nos puede cegar, como una forma de autodefensa.

Cuando todo esto pase, incluso si persiste el rastro de lo que ha provocado el virus (y lo hará), votaremos igual. O casi. Ha sido loable el honesto intento de pensar que el aplauso en las ventanas y balcones o la sensación de lucha común iban a (re)unirnos. A hacernos más fuertes colectivamente. Cabe la esperanza de que funcionara por un momento. Pero cada día de confinamiento suponía alejarnos de ello. Porque el sufrimiento general es evidente y nos duele. Pero nada afecta como la preocupación por nosotros mismos. Votaremos con mayor polarización que antes.

Siendo evidente algunos errores del gobierno, hay un enorme número de personas dispuestas a ignorar sistemáticamente. No pocos, además, harán algo que suena contraintuitivo (pero desde luego, es gratificante): echar la culpa a los otros. Por más que no tengan capacidad de decisión ni herramientas suficientes para paliar o modular políticas. Da igual.

En realidad, nos están guiando a ello. Queremos creer, en un número significativo de casos, que racionalizamos nuestro voto. No negociamos con nosotros mismos el voto, incluso cuando tratamos de racionalizarlo. Por eso la política ya ha sobrepasado la tiranía de la imagen para adentrarse en una estrategia más sutil: ir directos a nuestras emociones.

La comunicación se hace conscientemente cada día más sencilla y directa. Plagada de mensajes que apelen sólo a nuestra parte emocional. En la misma línea, muchos políticos elevan el tono y generan tensión y buscan visceralidad y crispación. O repiten frases de una forma constante y reiterativa (Iglesias y su «escudo social»).

Porque no hace falta que haya algo que sustente la afirmación. Ni importa nada tener razón. Cuando la información no está clara o hay una profusión enorme, cuando desconocemos la justificación de las decisiones, nos posicionamos según quién lo diga nos genere aprobación o rechazo. Ya hay formaciones que van a intentar canibalizar la ansiedad que nos genera la dificultad de lo que está por venir. Y aquí algunos pensarán que hablo de unos y otros, del otro lado. De eso van estas líneas.

No me creo la vigencia del mito de las «dos Españas». Si acaso hay tres: los que van a votar contra toda evidencia a los «suyos» y los que aún siendo conscientes, pero no «conciben» votar a otros. Después, el resto. Que temo que es un club sin demasiados seguidores. No habrá una conmoción. Habrá lo que había, solo que (todos) más cansados.

*Abogado. Especialista en finanzas.