Quisiera contarles dos sucedidos que son uno. Dos encuentros con aura de aparición mariana. Ese tipo de acaecimientos que obligan a mesarse las barbas tanto en señal de aturdimiento como en espera de confirmación de lo visto y oído. Y, sin embargo, ocurrieron. De su benevolencia, gentiles lectores, espero comprendan que no dé nombres, pero tienen mi palabra de que cuento exactamente lo que ocurrió.

Dos amigos. Varones los dos. Uno de mediana edad, el otro ya entrado en años. Buena gente. Dos amigos a pie de calle. Con el uno me topé en una plaza ajardinada. Con el otro en un funeral. Pueblo y ciudad. Aprovechamos para charlar. Para llorar por España y los españoles. Que si esto, que si lo otro. Sánchez, por supuesto. De momento la política se apellida Sánchez. Al menos de momento. Lo mismo entre rosales que entre cirios. Coincidimos los tres en que Sánchez es el cáncer de España (del PSOE y hasta de sí mismo). Tres cánceres por el precio de uno. Ellos coinciden en que llevan media vida votando al PP. Les dejo hablar.

Hasta aquí pudiera ser el encontronazo de media España contra la otra media. O sea, lo normal. No sé si estarán ustedes enterados, pero de aquí a nada hay elecciones. España se juega cuatro años en un mes. Algo así como el Real Madrid, que se jugó la temporada en una semana. Y perdió. Los malos siempre acechan. Los incapaces pueden tomar el poder (o conservarlo, que casi sería peor). Decidan ustedes cuantos de los unos y de los otros hay en cada partido político.

Continúo con el relato de lo ocurrido. Hablamos de las elecciones y, los dos, manifestaron ser interventores del PP. No sabía que lo eran, pero no me extrañó. Conocía sus ideas y que ambos son gente bragada. Lo que vino luego ya no fue tan normal. O al menos yo, en mi natural candidez, quedé sorprendido. He aquí el pasmo. El primero, el de la plaza ajardinada, tornó el tono a socarrón, miró a derecha e izquierda, y, en voz baja, masculló: «De apoderado del PP voy a seguir yendo, pero luego ya veré a quien voto». Lo dijo entre dientes, pero con el gesto franco. Con minúscula, pero franco.

Al día siguiente, en un funeral, se repitió la historia. Casi palabra por palabra. Es verdad que en esta segunda ocasión fui yo, al saber que se trataba de otro interventor del PP, el que preguntó por el voto. La respuesta fue tajante: ¡Yo Vox! En eso el sacerdote dijo amén y yo, como no podía ser de otra manera, me persigné. ¡Lástima del voto de la muerta!, pensé.

No pretendo sacar conclusiones. Aunque resultan obvias, no pretendo pasar de la anécdota a la categoría. Pudiera tratarse de dos chalados, dos incontrolados, dos energúmenos, dos facinerosos, dos ultramontanos, dos montaraces,... Dos. Desgraciadamente no hubo charla con tercero alguno. Pudiera ser que me haya topado con los dos únicos casos de hemiplejia electoral en la España alicorta de Sánchez, de Torra, de Iglesias, de Malú, de Redondo,… Pudiera ser, pero yo, a estas alturas no me fío ni siquiera de que Alfonso Guerra vote al PSOE. No saco conclusiones, pero es palmario que, si hasta los más conspicuos militantes titubean a la hora de votar, algo pudiera ocurrir la noche en que se abran las urnas. Pablo Casado, a la desesperada, se ha permitido pedir a quien más votos le rasca que no se presente a las elecciones. Ha agitado el fantasma del miedo, la ultima ratio: el voto útil. Doy por sentado que habrá interventores (los más) que reincidan en la papeleta de siempre. Pero, aquí y ahora, mientras me meso las barbas, dudo. Al menos de dos. ¿Solo dos?