Nos preguntaban el otro día en una tertulia radiofónica si los españoles estamos perdiendo o no la capacidad de entendernos en cuestiones políticas. El enconamiento de las posiciones (entre bloques de izquierda y derecha, o entre constitucionalistas e independentistas) y el consiguiente «clima de crispación», parecen resucitar el fantasma de «dos Españas» irreconciliables e incapaces de comunicarse entre sí. El tono de miles de mensajes que corren por la red -y en que las posiciones del contrario aparecen tan caricaturizadas y fáciles de atacar (y odiar) como en aquellos viejos carteles bélicos llenos de imprecaciones a «rojos» y «fascistas»- parecen confirmar la cosa. ¿Será esto cierto?

A mi me parece que -de momento- esto no es sino una exageración interesada (aunque menos que la que seguramente suscite lo que acabo de decir). La mayoría de los ciudadanos siguen siendo muy capaces de entenderse y de mantener ciertos principios esenciales en común. Otra cosa es que se quiera generar la impresión de lo contrario. La estrategia de la crispación es muy útil en muchos sentidos. Sirve, por ejemplo, para insuflar un remedo de pluralidad y vitalidad en un sistema político -como es el nuestro- en el que, en el fondo, todas las cuestiones sustanciales están decididas de antemano -sin la más mínima controversia-.

Como se ha dicho a menudo, el problema principal que acecha a los estados democráticos es su falta de legitimidad. La función que los ha justificado hasta hoy -la salvaguarda del orden socioeconómico y de un mínimo marco de referencia cultural en torno a símbolos identitarios y otros- es algo que ya apenas le compete. Tanto las decisiones económicas, de las que depende la estabilidad social, como la generación simbólica de las referencias culturales en torno a las cuales se orienta la gente, se han «globalizado» y desplazado a instancias que escapan, casi por completo, del control de los Estados nación.

Así las cosas, la única y modesta fuente de legitimidad que queda a los estados democráticos es el pequeño acto simbólico -y cuasi mágico- del voto («mágico» en cuanto ritual generador de la ilusión de un efecto real). Esto no quiere decir que el voto carezca de utilidad. El voto sirve, fundamentalmente, para legitimar a los estados democráticos y, a su través -y mientras sea precisa esa mediación-, al orden socio-económico e ideológico que se determina más allá de ellos. Lo de los partidos políticos y sus «enconadas diferencias» es una astuta manera de ocultar y legitimar que todo lo que realmente condiciona nuestra vida social está ya atado y bien atado.

El rito del voto sirve, decimos, para legitimar un orden socio-económico e ideológico que, en el fondo, no ha votado nadie. ¿Pero se imaginan que -en justa correspondencia- nadie quisiera participar en la pantomima electoral? Una democracia puede pervivir en condiciones muy precarias, pero no con urnas completamente vacías. ¿Qué hacer para evitar ese riesgo? Una mala solución sería obligar a la gente a votar (como se hace en algunos países). ¿Pero y si se resisten? Hay una estrategia mejor: la de la crispación. Los fabricantes de bulos, que viven de ella, saben muy bien como generarla y aprovecharla. Los políticos profesionales también. La regla principal podría ser: «genera controversia, encona las posiciones, evita todo aquello que contribuya al consenso y al diálogo sensato, y producirás la sensación de que hay una apasionante (o, al menos, apasionada) vida política más acá de las determinaciones (e indeterminaciones) socio económicas internacionales y su administración burocrática e ideológica global».

Esto es: crea usted que su voto para evitar el «fascismo» (o la llegada de las «hordas rojas») es poco menos que un acontecimiento histórico, o de que las decorativas políticas simbólicas y sociales de bajo coste que los partidos pueden poner en marcha (y que es, básicamente, lo que los distingue) van a determinar nuestro futuro o el de nuestros hijos. Si son ustedes capaces de creerse tal cosa, todo va como la seda. Ah. Y antes de que me despellejen, les advierto que yo también he votado. Supersticioso que es uno.