Autor teatral

Son muchas las deudas de las que brota nuestra voz. En mi caso, hasta de Salinas, que me recompensó parte de una vida en el título que ahora le saqueo. La voz que sale de nuestra garganta no es más que el reflejo del otro, el que está enfrente; el que nos articula una palabra de amor o del desprecio más detestable. Mis voces --las nuestras-- se las debo a todos los que me encabronan o me dulcifican mis cuerdas vocales. Supongo que el poeta mudo de amor estalló en versos de dicha y deseo por la presencia de una persona y sentimiento que le perforaba el alma, hasta convertirlas en géiseres de estrofas y palabras.

Hoy mi voz, la que plasmo en este artículo, puede ser la consecuencia de un rostro, que me petrificó hasta el deseo, si es que el deseo puede ser piedra. Sin embargo, la voz no es sólo de amor --¡ay!--, sino de deudas contraídas en una vida de usureos. Jamás alguien nos sacó la voz bibliosa, como este emisario del bien --Aznar--, para orear las palabras benditas que han sido su epitafio espiritual: NO A LA GUERRA. Voces agudas, roncas, de tesitura grasa, para decir en una España invertebrada, ¿Nunca Máis?, aunque las manos y las gargantas estuvieran untadas de chapapote. Hay que pagar deudas y os debemos la voz, como una factura maldita de muertos y petróleos. Mi voz, que surge tras las voces de los sermones, por haber matado a un Jesús, que ni siquiera sé si he conocido. Mi voz llorosa ante una cruz sobre mi espalda, que no sé si merezco. Enterrarlo hoy para volverlo a matar, por estas mismas fechas, año tras año.

Son voces doloridas, pero también debo voces hermosas: la voz pinturera de Javier Fernández de Molina, la que sale chorreada de colores, en tonos tan de vida, que hacen del MEIAC un cuelgue de dicha. Mi voz debida a Fidel Castro, la que me escupe decepcionada, que muertos son todos, y que no hay romanticismo posible, para salvadores de patrias que la hacen suya.

Muertos que han dado su voz, a través de la mía, debida a tantas que se fueron, en un infierno de goles o en la venganza de un Dios, la que no le excitaba el amor de hombres y mujeres, y les dedicó un SIDA. Todas nuestras voces son debidas, deudores de un presente que las hacen surgir, en susurros de silencio, o en gritos de impotencia y desolación. Mi voz, las nuestras, es la consecuencia directa de lo que escucho, mamo y reciclo. Salinas fue afortunado en esa deuda de amor. Yo también, porque del rostro --alma, al fin-- de un sueño que me he inventado, surge mi voz debida y agradecida, por una historia que ni tiene presente.

Por deber han salido hasta los fantasmas que me producen el eco de tantas contradicciones. Con esto, ya pagados. Disfruten de estos días, y no corran. PD. NO A LA GUERRA.