La victoria de Mauricio Funes en las presidenciales del El Salvador entraña un vuelco espectacular, no solo porque acaba con 20 años de gobiernos de la derechista Alianza Republicana Nacional (Arena), emparentada en el pasado con los escuadrones de la muerte, sino porque deposita el poder en manos del antiguo grupo guerrillero Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Es decir, no se trata de un relevo convencional, sino que cabe incluirlo en la lista de vuelcos históricos registrados en Latinoamérica, momentos en los que se produce una verdadera aceleración de la historia. La orientación socialdemócrata de Funes subraya, además, la originalidad del proceso salvadoreño, porque el FMLN es el único movimiento guerrillero moderno de América central con una importante presencia de esta corriente política desde los días del desaparecido Guillermo Ungo. Lo cual significa que el reformismo del nuevo presidente se dirige más a garantizar la eficacia del Estado en el seno de una economía mixta que a anunciar la buena nueva del estatismo a toda costa.

Por eso, a pesar de la dificilísima situación del país, que registra los índices de violencia más altos de la región, Funes ha evitado la retórica incendiaria. Ha preferido recurrir al recuerdo solemne del obispo Oscar Arnulfo Romero para concretar quién inspirará su presidencia, y se ha referido al "turno de los ofendidos" para subrayar quiénes serán los destinatarios de sus desvelos. Pero no ha renunciado al realismo al adelantar su propósito de estrechar la cooperación con EEUU, donde viven 2,5 millones de salvadoreños.