TMtuchos nos fuimos de vacaciones con la recomendación de cargar bien las baterías para un otoño caliente y un invierno crudo. Pero, por mucho empeño que hayamos puesto, se nos pueden descargar bien pronto. Ni los políticos ni la meteorología están dispuestos a que lleguemos sanos y salvos al veranillo de los membrillos. Llueve en el norte, hay amenaza de nieve en las alturas y, por lo demás, ya ven: aquí seguimos, con el PP pidiendo la dimisión de una ministra (Magdalena Alvarez ), Ruiz-Gallardón poniendo de los nervios a los suyos, Josu Jon Imaz con el paraguas abierto en la calle y en casa, los socialistas navarros lamiéndose las heridas y Zapatero destacando los buenos datos de la economía. El inicio formal del curso político será en realidad una continuación de la guerra abierta y una pegada simbólica de carteles para los seis meses que nos quedan hasta las elecciones, si finalmente el presidente las convoca el día previsto. ¿Y ETA? Hay que ser prudentes y temerse lo peor siempre y en cualquier momento. Este es el mantra que repiten desde todos los aledaños del Gobierno y el análisis que cualquiera puede hacer con una mínima sensatez. Pero el impresionante trabajo de las fuerzas de seguridad este verano, con Rubalcaba al mando, deja pocas dudas sobre lo bien engrasada que estaba la maquinaria del Estado, incluso durante el alto el fuego. Y esta evidencia, además de desmontar peregrinos argumentos de pasividad y connivencia, prepara a la ciudadanía para asumir el terror como lo que es, si por desgracia la banda logra algunos de sus objetivos sangrientos. Y esto lo entiende todo el mundo: por las buenas, los demócratas estamos habituados al sacrificio y la racionalidad; por las malas, solo cabe ser implacable. La novedad que aporta este verano es en realidad un viejo debate. El del estado de las infraestructuras catalanas que en estos meses se ha revelado en toda su crudeza. Y sobre esto, qué les puedo decir yo que no hayan padecido ustedes en carne propia. Solo el apunte político obvio: al Gobierno le quedan seis meses para convencer a los catalanes de que esta vez, sí.