Qué suerte que sea verano. Que las continuas olas de calor tengan al personal aletargado y falto de reflejos y que la huida del rey emérito nos tenga bien surtidos de bromas y chascarrillos como entretenimiento en las redes sociales. Gracias a eso son sólo unos pocos los que rumian sin hacer mucho ruido sus dudas y sus inquietudes sobre algo que está a la vuelta de la esquina, aunque parezca que nunca va a llegar: la vuelta al cole.

La Consejería de Educación publicó la semana pasada un protocolo para lo que ellos llaman la «nueva realidad educativa» con medidas específicas frente al covid-19. Es un documento en el que han colaborado, dicen, los sindicatos del sector y que está abierto a los cambios que la realidad de la crisis sanitaria actual pueda arrojar.

Leyéndolo me sorprendo de que hayan esperado tanto para sacarlo a la luz, porque las directrices a seguir son las mismas, o muy parecidas, a las que se llevan aplicando en otros países como Dinamarca desde sólo un mes después de que estallara la pandemia en Europa. Esa ‘nueva realidad’ de la que hablan es la misma desde hace siete meses, así que el por qué hemos nosotros esperado todo este tiempo para ponerlo negro sobre blanco dice mucho, o más bien poco, de quienes nos gobiernan.

Me pregunto si en su elaboración estarán implicados los mismos expertos que planearon la desescalada: ninguno. Porque los docentes, que cargarán con el peso de su ejecución sin demasiada formación o medios para garantizarla, no parecen estar muy impresionados, más bien todo lo contrario.

Una de las dudas más razonables que plantean es la ratio de alumnos por aula. Porque si se ha limitado a 15 el número de personas en reuniones privadas por determinar que este tipo de encuentros es el principal foco de rebrotes, es fácil comprender que se ponga en tela de juicio si 20 menores en una misma habitación, y viniendo cada uno de un hogar distinto, es un escenario seguro para nadie.

A ellos, junto a muchos padres, es a los que más les preocupa que esté todo bien atado, porque al fin y al cabo van a ser ellos los máximos responsables de que dicho protocolo se lleve a la práctica. Y esa es una carga difícil de compatibilizar con la ya complicada tarea que es la enseñanza. Porque es esa su labor, enseñar a nuestros hijos, en ninguno de sus contratos pone que deban ser garantes de su seguridad en una pandemia vírica, sobre todo siete meses después de que estallara.

Y estoy segura de que no quieren convertirse en los nuevos héroes a los que aplaudamos en los balcones a las ocho de la tarde. Los docentes quieren volver a la enseñanza presencial, pero no a cualquier precio. Y si al final lo hacen, lo harán con una espada de Damocles pendiendo sobre sus cabezas. Porque vivimos en un país que no se ha caracterizado por velar por la salud de los trabajadores que luchan en primera línea contra el virus, no hay más que recordar a los más de 50.000 trabajadores de la salud que han resultado infectados hasta ahora.

Sospecho que nos ha vuelto a pillar el toro y que estamos como al principio, porque la sensación que tenemos muchos es que quedan demasiados flecos por cortar y Educación no parece tener las cosas claras. Basta recordar que a principios de verano la Junta hablaba de prescindir de 540 plazas de docentes que luego «redujeron» a 302, para luego anunciar a bombo y platillo que aparcaban la supresión de las mismas y sumaban otras 312 para garantizar que el curso 2020-2021 pueda ser 100% presencial.

Son ‘detalles’ que implican poca previsión, poco análisis de la realidad y poca capacidad de liderazgo. Más de medio año después se agradecerían menos titubeos y más garantías, porque la seguridad de nuestros hijos, la de nuestras familias y la comunidad educativa están en juego. H