La publicación de los llamados informes diplomáticos, generados por algunas embajadas estadounidenses, muestran un alto porcentaje de chismorreo y escasa enjundia, de la misma manera que las grabaciones policiales sobre asuntos de corrupción están repletas de vulgaridades y escaso ingenio. Personas que ocupan altos cargos, y a los que se les supone cierta preparación, se expresan con una tosquedad pasmosa, tal que si estuvieran molestos por tener que mostrarse en público socialmente correctos.

Tengo algunos amigos en la Carrera y los he visto en tareas de trabajo, y son eficientes y delicados. La frialdad con la que se les suele acusar podría trasladarse también a médicos, sacerdotes o catedráticos. No son menos fríos que tantas actividades en las que la implicación con las personas con las que se trata impediría cualquier sosiego personal.

Y, sobre todo, suelen cumplir con su deber más allá de lo exigido, al menos más allá de lo que solemos llevar a cabo la mayoría. Precisamente por ello choca que los informes de las cancillerías sean tan burdos, de la misma manera que nos ha sorprendido --ahora, ya no-- la zafiedad con la que se expresan corrompedores y corrompidos en el llamado pelotazo , neologismo genuinamente castellano, y nacido al calor y extensión de la corrupción.

Es cierto que, en privado, relajamos las reglas de contención que nos hemos impuesto, pero eso no quiere decir que comamos con los dedos, y eructemos en la mesa, y hablemos al tiempo de masticar. No nos expresamos con un amigo, y es lógico, como lo haríamos en una conferencia frente a un auditorio, pero la tosquedad de las expresiones y la grosería discursiva resultan deprimentes.

Parece mentira que empleando tanta inteligencia para estafar al contribuyente se emplee tan escaso ingenio para hablar. Resulta desalentador que, con tantos medios al servicio de una embajada, casi todo se reduzca a recordar lo que publican los periódicos y algunas someras observaciones debidas a entrevistas personales. A lo mejor es que las embajadas son prescindibles y que para robar de la caja del Estado no hace falta ser discípulo de Demóstenes. Algo que ya nos temíamos al leer los hinchados currículos de quienes administran nuestro dinero.