Una década después del inicio de la crisis financiera mundial, que cristalizó en una dura depresión económica, política y social, Suecia, un país que se ha distinguido por ser un baluarte de un Estado del bienestar muy avanzado, por su defensa de los valores democráticos, por tener una sociedad abierta e inclusiva y por su cooperación internacional, acude a las urnas con el temor de que una formación de ultraderecha rompa un sistema de partidos que es uno de los más estables de Europa. De aquellos polvos vienen estos lodos en los que las pulsiones más radicales, xenófobas y racistas han adquirido carta de naturaleza en casi todas las sociedades, desde las occidentales, a las de Asia o América Latina, prescindiendo de la orientación política y de la calidad democrática o menos de sus gobiernos.

La crisis global que provocó en su origen el ‘crash’ financiero de EEUU tuvo unas consecuencias económicas que afectaron directa o indirectamente y en algunos casos muy seriamente, al bolsillo de los ciudadanos. Y también se manifestó en la pérdida de confianza de los gobernados con sus gobernantes y con las instituciones, lo que ha propiciado la aparición de nuevas formaciones políticas de distinta adscripción dentro del clásico espectro político, y fuera de dicho espectro, pero todas ellas englobables en el difuso apelativo de populismo, un fenómeno que se alimenta, entre otros elementos, de la identidad.

En este contexto, el ‘otro’, el que es distinto, se convierte en el enemigo, en el objeto de desprecio e incluso de persecución. Derrotada la razón, la irracionalidad ocupa el espacio público. Datos incontestables constatan por ejemplo, la aportación positiva de los inmigrantes a las economías de los países que los han acogido. Pero la xenofobia no se alimenta de datos objetivos ni de consideraciones de orden moral. Los desprecia porque vive y crece apelando a los instintos, a las emociones, y esto es siempre una fórmula que aboca a las sociedades al desastre. Y cuanto está ocurriendo en el mundo es solo un anticipo de lo que puede venir. El cambio climático que muchos quieren ignorar puede provocar hasta 140 millones de migrantes dentro de 30 años, según el Banco Mundial. Es una grave irresponsabilidad caer en la desconfianza atávica hacia el ‘otro’ en vez de pensar en un futuro que sea digno para todos y en todas las sociedades.