Los peores presagios sobre el efecto que puede tener la crisis en la cohesión social han empezado a concretarse de forma inexorable. La reacción de los trabajadores de refinerías y nucleares en varios lugares del Reino Unido, contrarios a la contratación de ciudadanos de otros países de la UE --Portugal e Italia-- es uno de ellos, acompañado del peligro cierto de que la xenofobia y el nacionalismo rampante se adueñen del escenario. Frente al sueño de los padres fundadores de una ciudadanía europea plurinacional y cosmopolita se alza el fantasma de la exclusión y el cierre de fronteras, y vuelven a escucharse las viejas consignas que despertaron la bestia en Europa en los años 30 del siglo pasado.

Para ser justos, el fenómeno no es solo británico: los países y ambientes euroescépticos son el caldo de cultivo idóneo para la xenofobia. Y las candidaturas de extrema derecha con posibilidades que en junio concurrirán a las elecciones europeas explotan los instintos más primarios para promover el racismo en nombre de la necesidad de reservar el trabajo a sus nacionales. El eventual crecimiento que experimente el grupo del Europarlamento Unión para una Europa de las Naciones (extrema derecha), ahora con 44 diputados, será una buena vara para medir la vitalidad de esta xenofobia de nuevo cuño. En igual medida, de tal aumento será fácil deducir la incapacidad manifiesta de la UE para extender el europeísmo más allá de la jerga de los burócratas. Justo lo contrario del éxito alcanzado por políticos como el italiano Roberto Maroni, dedicados a encubrir en el miedo al extranjero la incapacidad de sus gobiernos para encarar la crisis sin sembrar el odio.