La primera pregunta que te hacen cuando te quieren conocer, para atribuirte indirectamente una etiqueta es: «Y tú, ¿de dónde eres? Un sello marcado por los estándares de la sociedad y lleno de clichés. Lo que no saben es que tu lugar de procedencia no tiene nada que ver contigo, con tu persona o con tu manera de hacer. Por lo tanto, ¿de dónde soy? Somos ciudadanos del mundo con un poquito de cada lugar que nos ha tocado el corazón, diría yo. ¿Cómo nos va a representar aquello que ni siquiera hemos escogido? Unas fronteras que nos han sido impuestas por guerras, tratados, intereses políticos y un falso sentimiento de nacionalismo, siempre a favor de los poderosos, claro.

La identidad es algo que se construye a medida que pasa el tiempo y vas sumando vivencias. Naces en un país, creces en otro y acabas viviendo en uno distinto. Y coges lo que te gusta de cada uno y lo haces tuyo. Tu identidad propia. Lejos de una identidad cultural inexistente. Así como si el lugar de procedencia no fuera ya lo bastante disyuntivo entre nosotros, está el: «¿Y de qué origen eres?». La nacionalidad ya no es suficiente cuando te llamas Mohamed, pero legalmente eres español. Hay algo en el cerebro humano que se detiene y hasta que no digas: «Mis padres son de origen marroquí», por ejemplo, no se quedan tranquilos. Porque claro, un Mohamed español no puede ser. Qué manía con las etiquetas. Y qué pena que vengan ya con una descripción, y que tampoco seamos nosotros los que la ponemos. Como si tuvieras que ser aquello porque sí, porque todos los que son como tú son así y punto. Poder elegir ha sido una suerte que me ha dado la vida. Y he elegido ser yo. Y todos deberíamos ser nosotros, no de dónde somos.