Como cada mañana, miro por la ventana; ha dejado de llover. Parece que la lluvia sea nuestra aliada y nos invite a quedarnos en casa. No puedo evitar cerrar los ojos por un momento e imaginar que todos los niños se han vuelto inmunes a este maldito bicho. Y ahora son ellos los que pueden salir y van a la calle con esa energía acumulada que se traduce en saltos y carreras hacia la plaza.

Tanta vitalidad nos hace derramar lágrimas a los padres, que miramos por los ventanales. Chapotean con ganas sobre cada charco y se mojan y llenan de barro hasta los cabellos. Los columpios van y vienen. Carreras tras las pelotas, hasta ahora olvidadas. Los adoquines retiemblan de tantos saltos a la pata coja. Y ese sonido mágico: la risa. ¡Son libres! Los padres los miramos concentrados, y parece que nos digan: «Tranquilos, padres, ya salimos nosotros a comprar y a tirar la basura. Tened paciencia, todo irá bien...».

CRISIS CORONAVIRUS

Estado de alarma

Primitivo Expósito

Ahí fuera, tras la ventana, hace ya semanas quedó congelada una foto de aspecto gris. Una imagen fija que desparrama, a partes desiguales, dolor y alegría. Lágrimas de pena y congoja, de metal oxidado; risas matizadas por la desconfianza, por el muro infranqueable que se ha formado como frontera entre la vida y el ser humano.

Dos realidades perversas que se anteponen a la muerte, que son el límite entre nosotros y el exterior. Un mundo parado que supone una verdad inmaterial inmensa, insondable e incomprensible, algo parecido a la nada. Y otro mundo activo que vacila entre la tierra y el más allá. Hogares que se hacen de historias e histerias, de miedos no confesados. Y hospitales que se configuran con manos agarradas a la vida y con muertos que se van sin recibir lágrimas y lamentos de quien en algún hogar de esos los ama. ¿En medio? Lo virtual de nuestra mirada. Una escena de cine mudo apagada, sin color, de aspecto sombrío, de aires que arañan los recuerdos, de flores sin pétalos, de animales que deambulan sin rumbo cierto…

Al otro lado del cristal, una intranquila calma hace latir despacio a la ciudad, pareciera como si un antropófago permaneciera oculto y quieto mirando a los edificios con los ojos vacíos. El ulular desacompasado de miles de sirenas de ambulancia truenan a lo lejos tratando de aplastar el silencio que nos inunda, dos gatos riñen con violencia sobre el piso de una acera remota, un perro ladra al atardecer desde un balcón sin flores y en el cielo suena el graznido distante de dos aves de paso.

En las cárceles de oro, intramuros, la muchedumbre siente en secreto anhelos de aventura, desvelos por futuros inciertos, ilusiones matizadas por los miedos, esperanzas difusas… silencios perpetuos que disparan hacia fuera y te matan por dentro.

Tomémonos la mano, apretemos fuerte y mandemos abrazos a nuestros sanitarios, son el eje donde se sustenta la pervivencia humana. Seguimos en estado de alarma.

CRISIS CORONAVIRUS

Los constitucionalistas

Miguel Fernández-Palacios

La caverna tacha de «marxismo bolivariano» y otras lindezas, las medidas legítimas que toma el Gobierno social y legal para socorrer a las personas. Otros, en 2008, eligieron salvar a los poderosos. Las críticas de quienes se catalogan constitucionalistas, son sorprendentes porque demuestran no haber leído la Constitución. Si la ojean, verán que nos eleva a «Estado social» en el que la solidaridad es el fundamento esencial de la nación, y su amparo es la obligación del gobernante para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, porque propone un modelo de sociedad y no de mercado.

Asimismo, nuestra Carta Magna dispone que «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general». Y, el interés general en esta alarma, es la salud. Sin ella no existiría nada, ni siquiera la economía. Ya llegará el momento de socorrerla. Tiemblo al pensar que pasaría si, en circunstancias tan adversas, estos patriotas estuvieran en el poder.