TFtuimos a Puerto Banús, contemplé la regalada vida de los jeques y me dije: A comprarse un yate . Ya me veía rodeado de vestales en una farra sin fin en alta mar.

Me acerqué a una naviera. Como el metro de eslora estaba en ocho millones de pesetas y el de calado en catorce decidí comprar un navío más acorde con mi presupuesto: una colchoneta en una tienda de Todo a cien . De colorines. Desde ese momento comprendí lo que significa tener un yate. Nuestro barco ahorraba mucho en gasoil pero si pretendías hincharlo te dejaba los pulmones hechos un asco, la cara colorada, tú tapando inútilmente el pitoche para que no escapara el aire mientras hacías una pausa para no morir de exhalación. Me desplazaba a lo largo de la costa a la espera de alguna actriz de cine o modelo de pasarela pero, chasco, quienes estaban a mi lado eran la parienta y los nenes. Una gorda que tenía la sombrilla junto a la nuestra, cuyo hijo había pisoteado nuestras toallas varias veces, se encaprichó de la colchoneta y no paró hasta que se la dejamos un ratito que resultaron ser horas de angustia pues parecía que ambas desaparecerían bajo las aguas debido al sobrepeso. Y ahora llévala al hotel. Límpiala de arena, cosa imposible, pues si alguna vez vas a la playa te saldrá arena de las orejas o de los dedos de los pies durante un trimestre, así que de los pliegues de la colchoneta un año. Métela en el ascensor, que si entras tú no entra la colchoneta, pasa por la puerta de tu habitación y colócala en la terraza si eres capaz de abrir la puerta. Y si encima se deshincha cada día lo mejor es que veranees en Tornavacas, que allí no hay playa. Vaya, vaya.

*Profesor