Desde que falleció mi padre, hace cuatro meses, no ha pasado un solo día sin que piense en él. Para mi asombro, esos pensamientos no están empañados por la pena o por el dolor. No he sentido una sensación asfixiante de orfandad, ni me pregunto mohíno si fui un hijo bueno o malo. No me planteo cuál de los dos tenía razón cuando discutíamos, ni hago recuento de los errores que cometí --digamos que muchos-- y que él tuvo que reparar. No pienso en los dolores que tuvo en las últimas semanas en el sanatorio, ni en que me preguntara una y otra vez quién era yo. No pienso en que, aun siendo un apasionado del fútbol, acabara por olvidar quiénes eran Messi y Cristiano . Tampoco pienso en los objetos invisibles que trataba de coger con sus manos temblorosas cuando estaba confinado en una silla de ruedas.

Los recuerdos asociados a mi padre rebosan vitalidad: en la playa, corriendo como un niño más tras los pequeños regalos de promoción que arrojaban las avionetas comerciales; en la pescadería, orgulloso de su don de gentes; en las exultantes arengas que les daba a los jugadores de los equipos de fútbol que entrenaba; en lo mucho que disfrutaba cuando nos daba una sorpresa a algunos de sus hijos. No consigo recordar a mi padre con dolor, por más que lo intento. No me sale derramar lágrimas por el hombre más vitalista y feliz que he conocido, un carácter fortísimo pero generoso y ajeno al rencor.

Recuerdo, por ejemplo, su ilusión cuando vio por primera vez mi foto y mi firma en la contraportada de este periódico, y en el disgusto que se llevó unos meses después, cuando me diagnosticaron un cáncer. Disgusto, no depresión, un estado de ánimo que él desconocía.

Desde que falleció mi padre, hace cuatro meses, no ha pasado un solo día sin que piense en él. Y lo hago con alegría y mucho cariño, como a él le hubiera gustado.

Escribo estas líneas solo para decirte, padre, que yo te sonrío.