Yo he sido Diego y quizá tú también. O tal vez seas uno de los que jugaban al desprecio cuando eras menor y ahora te horroriza ver algo así. Podría ser que fueras un jugador neutral, no importa, porque realmente los niños no tienen la culpa. Al menos, no toda. Ellos son la última cadena de un eslabón, la mano ejecutora, un reflejo de lo que se les enseña en casa. El acoso escolar no es algo aislado. Ocurre, y más de lo que pensamos, el problema es que no se hace apenas nada y amarga pensar que esto que ha sucedido no incite a actuar, que no se mueva nadie. Si desde el hogar no hay una buena educación, el niño se divertirá haciendo sufrir. Muchas veces es debido a la idea de querer ser el mejor, el más fuerte. Y eso es porque se populariza el quedar por encima de alguien más débil. No importa si para ello hay que marginar, pegar o insultar al blanco elegido. No es necesario esforzarse mucho para recibir maltrato: una discapacidad, ser diferente o simplemente, no querer entrar en el juego de la fuerza. Hablo de arrinconar, intimidar y apalear a alguien de forma física o psicológica día tras día. Hasta que ocurre que ese alguien no es lo bastante fuerte para soportarlo y se suicida. Tampoco el sistema educativo tiene los medios necesarios para paliar la situación. El profesor apenas interviene en el mundo de los muchachos y, cuando lo hace, suele ser para una regañina. Lo mismo ocurre si lo cuentas a la familia. No se pone freno y por eso la víctima se calla y afronta sola la situación. Esto solo se arregla con educación, en casa, y con mecanismos de control eficaces, mejorando el ambiente escolar. Concienciar a los niños de que hacer eso no te hace mejor, sino lo contrario. Que el gordo, el sordo o el empollón valen tanto como él, o más. Y que son como él.