Hace unos días, cuando paseaba tranquilamente por la calle Serrano de Madrid, me llamó poderosamente la atención el precio de unos zapatos. Zapatos que, si a simple vista no tenían nada de especial, debían de ser muy especiales, puesto que costaban 2.529 euros. Recuerdo que tras echar una última mirada al escaparate, seguí paseando y estuve durante un tiempo pensando qué tendrían de especial aquellos carísimos zapatos.

Mas ahí no acabó todo porque nada más de dejar atrás la calle Serrano me dirigí hacía el Café Gijón y allí, sobre un par de cuartillas en blanco, escribí este artículo dedicado a los zapatos, pero no sobre los que vi en la calle Serrano, sino a los prodigiosos zapatos que calzaron en su día el genial Charlot y Cenicienta.

¿Fueron más famosos los zapatos de Charlot o el zapato de Cenicienta?

-- Sabría alguien aclararme esa duda que me acompaña desde niño?

No piensen que estoy de broma, no. Únicamente tengo claro que los zapatos desastrosos de Charles Chaplin, compitieron con el de cristal del cuento aquel tan famoso.

Los dos pasaron por el cine gracias a Charlot y a Walt Dysney y los dos nos han hecho reir, llorar y soñar.

Como se dice en el Mercader de Venecia” en uno de los pasajes:

(Yo hubiera dado, Tubal, mi anillo de turquesas...). Pues lo mismo hubiera hecho yo por cualquiera de los dos pares de zapatos. Con el de Cenicienta me hubiese transportado al palacio de los sueños y hasta habría conseguido convertir las calabazas en carrozas. Con el de Charlot hubiese podido caminar por la imprescindible melancolía.

Se hace camino, vida al andar. Poeta de lo cotidiano, aquel Chaplin genial.

Recuerdo que lo de El gato con botas nunca me atrajo tanto, precisamente porque no eran zapatos sino botas, aunque fueran de siete leguas, o precisamente por eso, porque me ha gustado siempre ir por la vida tranquilamente, sin grandes zancadas disfrutando de la vida misma y sin quemar ninguna etapa. Eso queda para el mundo de los negocios, de ganar dinero. Yo nunca he sabido ganarlo a manos llenas.

Supongo que habrá algún lector que aún se acuerde de aquellos antiguos (Jueves Santo) de estrenar zapatos. Uno llegaba por la noche a casa con los pies en llamas, con rozaduras y hasta con llagas. La bondad del señor estaba precisamente en permitirnos llegar a casa para poder quitarnos aquellos cepos malditos de los pies.

De eso estoy bien seguro. Entonces no existían los zapatos blandos y la madre te compraba unos zapatos duros, de los de Segarra para que durasen a prueba de puntapiés a las piedras, a las pelotas de trapo y a las latas. ¡Que´tiempos aquellos¡