Como saben -y si no ya les informo yo- el gobierno planea acabar con la Ética en la educación obligatoria. Un absoluto dislate. No solo porque con ello rompe con uno de los escasos consensos en materia educativa que se permite este país (hace unos meses todos los partidos acordaron reimplantar la Ética como materia común en la ESO), sino también por la miopía y la numantina resistencia a los argumentos que exhibe su intención. Según parece, la Ética sobra porque los niños y adolescentes van a recibir formación en «Valores cívicos», y con eso ya van que se queman. El Ministerio pretende así suplir lo peripatético de la Ética (la reflexión en valores, varias veces por semana y dirigida por especialistas) con lo patético -todo docente lo sabe- de intentar inculcar a niños de 14 años (treinta por clase, un día a la semana y por parte de cualquier profesor) la lista de los reyes godos de los valores cívicos. Se diría que el gobierno cree que los niños españoles son zombis moralmente programables, a los que basta con amontonarlos en un aula y contarles lo que está bien y mal para forjarlos como buenos ciudadanos.

Que por sí sola, y sin una vigorosa formación ética, la materia de «Valores cívicos» (antes «Educación para la ciudadanía») no es más que una pobre e inútil forma de «catequesis» -por laica o constitucional que sea-, es algo que no les entra en la cabeza a los gestores ministeriales. Tal vez no hayan dado muchas clases en la ESO. Pues basta con unas pocas para darse cuenta de que a los niños no se les puede programar con «algoritmos morales» («Si X es discriminación, rechaza X»; «si Y fomenta la paz, acepta Y»… ). O se te duermen, o te empiezan a coser a preguntas: «¿por qué va a ser malo discriminar o pelear? ¿quién lo dice? ¿y qué que lo sea? ¿por qué hay que ser bueno, si a veces parece tan «beneficioso» -y divertido- no serlo?»… Estas cuestiones son el motivo de la Ética. Y si queremos educar en valores a un niño (y no solo simular que lo hacemos) tenemos que atenderlas. Mejor: tiene que atenderlas un experto. ¿O no habíamos quedado en que la educación moral es importantísima y hay que tomársela en serio?

¿Porque qué puede responder un profesor no experto cuando un alumno le pregunta por qué ha de ser bueno y cívico y respetar los Derechos Humanos? ¿Le propondrá analizar la cuestión desde la perspectiva de una ética utilitarista? ¿O desde una ética rigorista y kantiana? ¿Debatirá el asunto a la luz del intelectualismo socrático o a la del emotivismo anglosajón? ¿Se planteará un diálogo entre todos estos puntos de vista? ¿Alguien sacará a colación a Aristóteles, el igualitarismo de Rawls o las éticas comunitaristas? Es más, ¿llegará el debate tan lejos como para tener que afrontar las cuestiones antropológicas, ontológicas o epistémicas de fondo? ¿Qué es y debe ser una persona? ¿Qué es un valor? ¿Es posible la libertad y, por tanto, la atribución de culpas y responsabilidades? ¿En qué se distingue lo legal de lo moral? ¿Se deben desobedecer las leyes por motivos de conciencia? ¿Cómo podemos verificar un juicio moral? ¿Qué es la justicia?… No. Un profesor no especialista no podrá responder seriamente a ninguna de estas preguntas. Ni un alumnado desconocedor de la Ética entenderlas o siquiera plantearlas de modo preciso. Pero estas preguntas son insoslayables. Nadie puede tomar partido moral libre y conscientemente sin afrontarlas. Y menos que nadie un adolescente.

Sin Ética, toda «educación en valores» o es mera información o es adoctrinamiento retórico. Pero los valores no son simples normas de las que informar; más bien son las normas las que son (o no) valiosas, buenas o justas. Y para comprender y convencerse de que lo son (si es que lo son) no valen discursos retóricos, sino la deliberación ética y filosófica.

Sin Ética, sin ciudadanos acostumbrados a dialogar con rigor y fundamento sobre lo justo de sus propósitos, solo cabe una democracia degenerada a merced de zombis, de gente que «actúa» sin saber, y de demagogos y fanáticos dispuestos a pastorearla. Si el gobierno no ve esto es que está ciego. O que es, también, un gobierno zombi, presa de sus inercias e inconsciente de lo que hace.