A diario somos testigos de él, de mil formas distintas, lo vemos, lo escuchamos y hasta lo padecemos en propias carnes sin poder hacer nada o sin que nadie lo haga. No porque uno no pueda defenderse solo, sino porque quien sí puede, tampoco lo hace.

Las injusticias son cada vez más evidentes y ni siquiera en los que se erigen o designamos justos podemos confiar, cuando, empezando por la cúspide, los altos cargos no castigan a quienes abusan haciendo mal uso de su poder sobre otros. Así, ¿qué podemos esperar? Nada, salvo elegir sentir sentimientos de frustración e impotencia ante un robo, una extorsión, un despido improcedente, una mentira… o no darles el gusto de sabernos mal y demostrarles absoluta indiferencia, cosa difícil al menos por un tiempo, hasta que se asimila y gestiona racionalmente y llegamos a la conclusión de que no merece la enajenación ni el sufrimiento quien lo causa a propósito y seguimos, como si nada, incluso más fuertes, más sabios, ratificando lo que no quieres hacer y cómo no quieres ser en la vida, con motivos e ilusión renovadas para buscar otra puerta, otra ventana por la que continuar tu camino, tu lucha.

Lo peor viene cuando tu intuición te envía señales y eres consciente de que te la están jugando, cuando en tu interior sabes que estás poniendo todo de tu parte para hacer las cosas bien y aún así, la envidia, la venganza o el complejo de superioridad te ponen zancadillas hasta hacerte caer.

Siempre he dicho que absolutamente todo depende de la persona que haya detrás de cada cosa o caso. Somos los humanos quienes tomamos decisiones y elegimos, a veces voluntariamente y otras, coaccionados. Lo que hacemos y lo que no es responsabilidad nuestra, porque no hacer algo también tiene consecuencias.

Todo en la vida es subjetivo y depende del punto de vista de cada individuo, pues lo que a alguien le puede parecer una obra de arte, para otro puede ser un despropósito, así que, cuando de juzgar se trata, tal vez debamos de conocer toda la información o averiguar si el problema es nuestro o del otro.

Es el ego el mejor y el peor amigo de uno, pues habitualmente se vuelve en su contra y consigue el rechazo generalizado de los demás. Sin duda, todo lo que se necesita para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada.