La postura de los socialistas catalanes de sumarse a la exigencia del derecho a decidir marca un nuevo rumbo en la deriva soberanista. Y, por su trascendencia, exige un análisis sereno, puesto que las determinaciones que se adopten pueden comprometer el actual modelo de convivencia.

Varias razones justifican una rápida solución al problema. En primer lugar, porque los visos de que cuaje una secesión son ahora más evidentes que hace unos años, cuando tales pretensiones eran respaldadas únicamente por formaciones marginales. En segundo lugar, por la ausencia de un marco jurídico que conduzca un proceso de consulta y, en su caso, secesión de una forma democrática y sin traumas. A estos argumentos hay que añadir un tercero: el hecho de que España forme parte de la Unión Europea convierte la autodeterminación en un problema supranacional. A pesar de ello, se constata la ausencia de una respuesta explícita por parte de los órganos comunitarios, cuyo ordenamiento adolece igualmente de una falta de normativa que pudiera ayudar a resolver este conflicto en ciernes.

Ante la voluntad soberanista, el Gobierno ha respondido con un recurso de inconstitucionalidad, solución que, para unos, es de sensatez y, para otros, sólo servirá para complicar las cosas, pues las cuestiones políticas no suelen solucionarse con normas jurídicas coactivas y los nacionalistas tampoco podrán forzar una salida, ya que una declaración unilateral de independencia sería prácticamente inviable en un Estado democrático.

Sin embargo, el hecho de que varios partidos se obstinasen en hacer una consulta prohibida nos colocaría en una encrucijada ante la cual el Gobierno tendría un grave problema, pues los interesados se movilizarían exigiendo el derecho de autodeterminación bajo el demagógico argumento de que se les veta el camino a la libertad. Llegados a este punto, estaríamos en una delicada situación que convendría atajar. Pero, en todo caso, como norma de prudencia, antes de vencer, convencer.