El órdago está echado. El referéndum anunciado por el nacionalismo catalán probablemente no llegue a realizarse este año. Pero las cosas están yendo demasiado lejos. Aunque el Gobierno aborte esta consulta, hay que reconocer que el sentimiento secesionista catalán va en aumento. A ello contribuye un calculado ideario.

Se ha diseñado un modelo educativo que basa su estrategia en un sutil adoctrinamiento bajo el criterio de crear un ambiente hostil a todo lo español. De cara a la población adulta, las pautas son más burdas, pero igual de eficaces. La manipulación va por el lado económico: se explota el victimismo y se vende una Cataluña expoliada. A la prensa catalana se la amordaza con subvenciones. Y para allanar el camino, se pretende dar cobertura internacional al proceso a fin de lograr un eventual apoyo a una declaración unilateral de independencia.

La cuestión es grave porque determinadas acciones están dañando nuestra imagen exterior. La unidad de España es incuestionable. Y este asunto afecta a todos los españoles. Las leyes pueden cambiarse, pero hay que atender al espíritu constitucional. No conviene olvidar que el nacionalismo es reaccionario, insolidario y excluyente.

Hasta ahora, resulta incomprensible la inactividad gubernamental. Hay que encarar el problema con firmeza. Contrarrestar la tendenciosa acción propagandística. Y dejar claro que la secesión dejaría a Cataluña fuera de la Unión Europea; que no tendría financiación ni española ni europea para su deuda; que sus productos deberían pagar arancel en Europa; que perderían poder empresarial e inversiones, y que la existencia de selecciones deportivas nacionales es incompatible con la participación en las mismas ligas.

Y, por supuesto, nunca sucumbir ante el chantaje de la independencia. Ni pretender conformar un Estado federal asimétrico. Ni mucho menos conceder prebendas para mantener la unidad, porque un Estado social y democrático no se construye con privilegios.